11 de noviembre de 2019

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¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON CARROS ELÉCTRICOS?








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Este título sale de uno de los libros de Phillip K. Dick, el gran escritor de ciencia ficción. En ellos el futuro nunca termina de funcionar bien y trae nuevos y catastróficos problemas; y la ciencia es una respuesta que termina siempre contestando la pregunta que no era.

Ese mundo de un nuevo futuro igual de imperfecto parece llegar por fin a estas latitudes. Las empresas más conocidas de alquiler de carros están ahora ofreciendo la renta también de vehículos eléctricos. Una de Medellín anuncia en internet un Kia equivalente a un motor de 1800 centímetros cúbicos, con 150 kilómetros de autonomía por 60 mil pesos las 24 horas. Un amigo alemán, empresario de páneles solares, es quien lo ve. Está pensando abarcar otros negocios de energía limpia, como el de carros eléctricos, y me hace la absurda propuesta de cubrir los gastos para que haga un espionaje industrial, rente el Kia por un día y le cuente cómo me va.

“De ninguna manera”. Me resisto al principio. Le digo que no tengo ganas. Como insiste le digo que estoy indispuesto por estos días, que “me duele una muchacha en todo el cuerpo”, y que un viaje en carro en estos momentos dispararía mi despecho neurótico y podría terminar como Alvy Singer cuando trata de conducir después de que Annie Hall lo acaba de mandar a la mierda.

Borges y Woody Allen no le interesan. Sigue insistiendo. Me rindo por fatiga y acepto entonces embarcarme en misión de espionaje ecológico al mismo tiempo que me dejo poner la otra absurda misión de escribir esta crónica para un periódico ambientalista. Una imposible conjunción de tareas como espía y reportero a la vez. Para él, fisgoneo, y para el periódico, divulgo.

Absurdas misiones pero a su vez absurda la vida por estos días. La muchacha me sigue doliendo en casi todo el cuerpo y, con conciencia suicida, decido embarcarme en pelear por salvar el planeta en un carro ecológico alquilado para un absurdo viaje desde Medellín hasta el Carmen de Viboral.

A mucho riesgo de fracasar y que su energía eléctrica se agote y acabe varado a mitad de carreteras solitarias, sin dónde recargarlo. Y pelear por sobrevivir la noche a orillas de un camino despoblado, entre la bruma gélida del oriente antioqueño, y esperar a la grúa que nunca llega para cobrar un precio descaradamente alto y por fin remolcar el bendito carro, mientras musito el nombre de la ingrata que me empujó a cometer semejante insensatez.

Necesito refuerzos para no caer en el patetismo o por lo menos alivianar su carga. Mi amiga Sara acepta acompañarme. No sin antes indagar que por qué al Carmen de Viboral. Dos razones, le contesto. El Carmen está más o menos a la misma distancia que el coche puede recorrer sin necesidad de nueva carga eléctrica, según garantiza la empresa de alquiler. La segunda es que allí vive Felipe, mi amigo escritor que también anda de despecho por estos días, y es menester visitarle para acompañar nuestras nuevas soledades. Sara acepta porque dice que esto puede ser divertido -no aclara divertido a costa de quiénes-. Felipe dice que nos esperará allá para la tarde del sábado.


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El carro ya está reservado por la página de internet donde muestran fotografías de algunos modelos en colores negro y gris oscuro: nada feos. Pero llegado el día de salida ocurren varias sorpresas y traiciones.

La primera es que en la empresa de alquiler se esfuerzan por embutirme algún sobrecosto. Que un pago adicional para lavar el carro, o tenerlo que entregar lavado y a satisfacción de ellos mismos. Que un avance firmado en blanco de la tarjeta de crédito como garantía por posibles fotomultas. Que más plata para comprar un seguro todo riesgo, que es mejor tomarlo para estar protegido porque, nunca se sabe, vaya usted se choque por ahí, o dañe otro carro o lesione a alguien o, quien sabe, hasta lo mate...

No son buenas advertencias para darle a un tipo con potencial despecho neurótico, pagado a sueldo para manejar un carro en una misión mercenaria que le importa cinco cumplir. Pienso esto mientras le digo que no a todo lo que la chica del mostrador trata de ofrecerme. Medio molesta, desiste por fin y se levanta para ir por las llaves del carro.

Cuando lo traen viene la segunda sorpresa. No es uno de los modelos bonitos de las fotos de internet. Parece más una valla ambulante con letreros mal pintados de “cero emisiones”, y “ecológico” por todos lados; es como uno de los carros que acompañan las carreras de ciclismo, blanco y lleno de anuncios garabateados con letras verdes.

Desengañado, trato de atender al técnico que me da las instrucciones de manejo. Dice que el motor es fuerte y puede subir cualquier terreno escarpado. También me entrega una tarjeta de crédito, Somos, de EPM, con saldo para pagar las recargas que haga, y un mapa con todas las electrolineras -como las gasolineras, pero para estos carros- ubicadas en la zona. Casi todas están en el sur del Valle, salvo una que está en el oriente, cerca al aeropuerto, al parecer.

No resisto preguntarle cuánto cuesta un coche de estos en el mercado y él me contesta que alrededor de 120 millones. De nuevo el absurdo se muestra. Absurdo un país en el que los carros que no contaminan cuestan más que los carros contaminadores que empuercan el aire. No se fabrican aquí y al entrar el Estado no les brinda deducciones de nada; los costos de traída y los impuestos indiferenciados los condenan para el mercado.

Un carro que además no se podrá usar para grandes recorridos entre ciudades porque en las carreteras de Colombia va a ser imposible de recargar. En un país como este, donde el 75% de toda su energía generada -eso que llaman la matriz energética- es eléctrica gracias a los 26 embalses que construyó en sus territorios, a veces inundando pueblos y muertos, y la mayoría ubicados en Antioquia para aprovechar así el agua que cae por sus montañas, sin embargo casi no hay lugares para poder enchufar un carro eléctrico cuando se descarga.

Las autopistas nacionales no tienen electrolineras. Las bombas usuales de gasolina rara vez adecuan espacios para esta clase de carros y la ley no los obliga. Los parqueaderos, los centros comerciales, los edificios, los centros educativos, los parques, al ser construidos casi nunca consideran en sus diseños el dejar toma corrientes para enchufar el carro del futuro.

Y de parte del entorno no hay tampoco ningún esfuerzo para compensar. Los gastos del peaje, el parqueadero, todo, cuesta igual que los demás carros nocivos para el ambiente pero más eficientes. Nadie va a querer gastar más plata en un carro que necesita más cuidado y brinda menos marcha que los carros a gasolina sólo porque les venga bien el discurso de no contaminar.

Luego viene la tercera sorpresa, que es más una auténtica perfidia. Recibo una llamada. Felipe ha traicionado nuestra condición de desamorados. Ha vuelto con su chica. Se reconcilió con ella y han pasado el último par de días juntos. Me llama para avisarme que no está en el Carmen esperándonos, sino que está aquí mismo en Medellín y que lo recoja para que viajemos todos juntos. Su dicha recobrada ahonda mi desdicha advenediza.

El vehículo marcha bien, su barra de energía está a tope, como la de Sara y Felipe que ríen adentro. El único que necesita una recarga aquí soy yo.



15%

Su carro está siendo cargado. La carga iniciará a una tasa rápida, gradualmente disminuirá la velocidad de carga y parará automáticamente. Piense en la carga como llenar las sillas en un teatro. Las primeras personas se sientan rápido. Entre más se llena el teatro toma más tiempo sentarse. La última persona que entra toma el mayor tiempo en encontrar una silla vacía. De forma similar se cargan las baterías. ”

Este mensaje sale en la pantalla del generador y después, por fin, se observa la viñeta de la barra de energía que empieza a subir como la de un teléfono cuando se conecta a la corriente. Entonces todo esto se asimila a un teatro. Era de esperarse: Teatro del absurdo: Perdimos una hora esperando porque pensamos que el carro estaba abasteciéndose. Cuando llegamos conectamos el cable al enchufe que trae el vehículo en la parte delantera y nos fuimos a caminar para darle tiempo.

Pero me equivoqué. Algo hice mal entre conectar y apretar botones en la pantalla electrónica. Una hora después volvimos y vimos en la pantalla el letrero de “error” y el carro en el mismo 15% con que había llegado hacia un rato, entre apuros y amenazas de dejarnos tirados en cualquier momento.

Iniciando la marcha, cuando se empezó a subir por la autopista reportaba casi 90% de carga. Pero a medida que el ascenso se incrementó y el terreno se inclinó empezó a bajar a chorros. Para cuando pasamos Guarne ya apenas estaba en 20%. La subida lo descarga mucho más rápido. Le cuesta la cuesta y en apenas unos 30 kilómetros consumió el 70% de toda su corriente.

Mintieron en la empresa de alquiler. La autonomía de 150 kilómetros es relativa porque depende de la clase de terreno. Si se trata de llano, quizás pueda ser cierto; pero subiendo lomas antioqueñas la energía consumida es mucho mayor y acaba con baja carga en un dos por tres. Mientras desciende, algo logra generar y la barra sube unas décimas, pero cuando llega la subida el esfuerzo lo hace gastar mucho más. Es un vehículo de desconfianza, inestable en su energía, como yo.
A Ríonegro llegamos al borde del colapso. Preguntamos varias veces pero nadie nos da razón de dónde puede estar la estación de servicio para recargar estos carros. Nos miran raro, consternados y sin saber qué decir. Hasta entramos al aeropuerto y le preguntamos al guarda de tránsito que se la pasa en las bahías de afuera vigilando a quién multar. Increíblemente el guarda tampoco sabe, no tiene idea de qué le estoy hablando. Solo atina a decir: “Eso es lo malo de estos carros.”

Me empieza a cansar de la cara de extrañeza y conmiseración que todos ponen cuando les pregunto algo que no debería sonar tan raro. “Si te miran así no es por el carro sino por tu sombrero.” Dice Sara, a quien el pánico la pone a hacer chistes crueles sobre la pinta de la gente.

El volante que nos dieron con la información es una cartografía delirante peor que la del Dorado en tiempos de la Conquista. Sólo se limita a señalar que hay un punto de carga en el aeropuerto de Rionegro. Ahora estamos parados justo allí, en su entrada, sin que nadie dé razón.

La barra desciende ahora a 15%. Si no descubrimos si es cierta la leyenda de una supuesta fuente de energía para recargar los mitológicos carros eléctricos en los que nadie aquí parece creer, se va a hacer realidad mi visión fatalista. Voy a tener que musitar el nombre de la ingrata mientras me congelo de frío esperando a la grúa a la vera de la autopista. Tenemos la máquina del futuro casi varada en medio de un lugar primitivo; como el DeLorean del profesor Brown que no puede viajar en el tiempo por no encontrar combustible en el salvaje oeste.

Me detengo un momento para pensar y activo el freno de emergencia. Para estos carros es sólo un botón más que se hunde, ubicado a la derecha. Tampoco hay velocidades. Atrás quedaron las palancas y los embragues; esto es más una gran cabina de mando donde todo se hace presionando algo. “No me gusta, me quedan las manos muy libres. No sabría qué hacer con ellas, es como si pudiera hacerme una paja mientras manejo.” Dice Felipe y Sara lo secunda a carcajadas.

“El hombre acorralado se vuelve elocuente”, sentencia George Steiner. Y cómo queriendo vivir esta frase mis colegas de viaje deciden encarar los nervios a punta de chistes grotescos y risas estridentes que aumentan la presión, mientras hablan de lo que se nos viene si el coche en cualquier momento se detiene y nos quedamos atrapados con la noche ya cayendo. Y narran posibles escenarios y figuran todos los problemas que llegarán y cada vez les parece importar menos y todo lo cuentan con una delirante gracia y luego la vuelven a coger con mi sombrero, sin parar de reír.

Su desparpajo me pone más nervioso. Dispara además mi dislexia. Empiezo a mal articular palabras y a confundir nombres. Siempre me pasa. Ellos parecen seguir disfrutándolo. Pienso: “La demencia se ha atribulado de mi ponderación”. Quiero decir: “La demencia se ha apoderado de mi tripulación.”

Pero como capitán de la nave, el pánico y mis tribulaciones me mantienen atado al mástil con algo de razón. Debo insistir. Empiezo a pasar, una a una, por todas las bombas de gasolina cercanas al aeropuerto a preguntarle a sus trabajadores si saben algo. La mayoría sigue respondiendo con miradas consternadas. Por fin una mujer nos dice que una vez vio en la estación que queda un kilómetro más adelante una zona pitada de verde que nadie usa. A lo mejor sea allá. Marchamos.

Efectivamente, atrás de la estación de servicio, en un rincón abandonado, hay un cuarto estrecho pintado de verde y blanco, donde se introduce el vehículo y al frente está el generador para enchufarlo. El tipo que atiende la gasolinera nos ve llegar y a regañadientes camina hasta allí. Nos da unas instrucciones vagas con falsa seguridad sobre cómo funciona.

Por obedecerlo nos equivocamos. Por eso ahora hemos perdido una hora y la recarga no ha empezado. Cuando regresamos y vemos el aviso de “Error”, me voy a buscarlo de nuevo para reclamar; le hago varias preguntas de qué paso pero él no para de no saber nada. Finalmente lo llaman de otro lado y ve la excusa perfecta para escabullirse: miente y dice que vuelve en un momento.

Al fin al cabo es un empleado más de las petroleras. Seguro recibe un extra en su sueldo por sabotear a los osados que se atrevan a llegar hasta aquí sin usar gasolina. Estos dos mundos no van a poder convivir nunca; el mundo imperante no va permitir que el naciente lo desplace.

A la manifestación natural que llamamos energía eléctrica nunca se le quiso popularizar y hacer gratuita como quería Tesla desde los tiempos de su bobina gigante. Como fuente para mover nuestra vida moderna ganó el petróleo por sobre todas las demás. Ganó aunque el petróleo contamine más, genere más destrucción al extraerlo, se agote más rápido y sea más costoso. Pero esas cosas no importan porque tuvimos que elegirlo por sobre las otras opciones porque… ¿Por qué?

Mi tripulación ahora se ve mejor; mengua ya el delirio por la crisis energética sufrida. Volvemos a repasar uno a uno los pasos para conectar el carro al enchufe de energía. Parece que dimos con el error, primero hay que apagar el motor y después conectarlo; y no al revés. Ahora sí funciona y sale por fin el letrerito ese que compara todo esto con el teatro del absurdo.


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Dice Martín Caparrós que uno de los mayores fracasos civilizatorios de nuestros tiempos es haber terminado dependiendo de una tonelada de metal y plástico para movernos. El falso progreso fue movernos en estas cosas propulsionadas por hidrocarburos mientras matamos gentes y planetas. Nunca nos hicimos las preguntas obvias porque crecimos con la enaltecida cultura del carro a gasolina como los peces que no notan lo mojado que es su mundo.

Nos hicieron creer que la civilización llegaba con los vehículos que vierten plomo y gases a la atmósfera; nunca imaginamos que era todo lo contrario, que con ellos podía llegar su fin. De chico mis héroes preferidos de la televisión eran los Transformers, hasta que otro niño mucho más perspicaz y escéptico me preguntó una vez cómo era que una raza alienígena de inteligencia superior llegaba hasta La Tierra, un planeta atrasado, a convertirse en un medio de transporte rudimentario que ni siquiera es ecológico. Nunca más lo volví a invitar a casa a ver tele.

No va a ser fácil desprendernos del fetiche al carro que nos metieron como triunfo de la vida desde el fondo de las edades. Crecí queriendo verme como Toreto sentado al volante y ahora resulta que debo ser rápido y furioso, pero amigable con el planeta.

Mientras conduzco el tramo final con la noche ya empotrada, reflexiono sobre esto en mi momento de meditación intrascendental, aprovechando que mi tripulación por fin se ha quedado en silencio, mientras atisbo el frente entre la oscuridad y sigo la línea amarilla de la carretera como analogía de que nos dirigimos hacia el futuro.

Me dan ganas de pensar un monólogo bonito y profundo como el de Sarah Connor en Terminator 2. -¿Será que la máquina del exterminador funcionaba a energía eléctrica?- Sólo se me ocurre un nuevo dilema que tendremos que resolver si queremos que estos carros se vuelvan el futuro. El reguetón nos enseñó el término “Gasolinera”. En nuestros países se le dice así a las mujeres propensas a buscar intimidad con aquellos hombres que tienen buenos vehículos. Si la energía limpia se consolida vamos a necesitar un nuevo término, ¿no? ¿Cuál podría ser? A Felipe no le interesan estos dilemas futuristas. Contesta con su silencio. Cierra los ojos y se acomoda para dormir. A Sara no se le ocurre ninguna nueva palabra que puede remplazar. Nunca ha sido buena gasolinera, dice.

Cuántos cambios deben venir para poder salvar al mundo. Y a todas estas… pensándolo mejor… ¿Para qué salvarlo? Si además “Ya no es mágico el mundo, me han dejado” y “no basta ser valiente para aprender el arte del olvido” y “sólo me queda el goce de estar triste” y… ¿Por qué emerge Borges en mi meditación intrascendental sobre el futuro ambiental del planeta?

Emerge por ella. Pero como sea, sirve también Borges y su noción de infinito y la idea que nos legó de que ningún destino es independiente jamás. Sirve como un regaño para recordar que no hace falta salvar al planeta porque el planeta se salva solo. La Tierra seguirá cuando se sacuda de nosotros y los carros envenenadores. Lo que está en riesgo es la vida como la conocemos, no el planeta. El planeta continuará, manejado por la especie que le toque dominar luego… un Planeta nuevo regido quizás por insectos -para mí los mejores candidatos a sucedernos- en un mundo nuevo donde ya no exista el desamor ni la contaminación. “La meta es el olvido y yo he llegado antes”. Ojalá el nuevo planeta de insectos no contaminantes conserve por lo menos a Borges.


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¿Cuál es la vida útil de la batería de estos carros? Le preguntó al técnico de la empresa de alquiler el día que voy a devolverlo. Me contesta que unos 6 años, por lo menos. Le pregunto luego que qué van a hacer con esas baterías que se empiecen a desechar. Me dice que no sabe, supone que terminarán en la basura.

Los pesimistas que hemos leído demasiado las historias de Phillip K. Dick pensamos que el auge de los carros eléctricos, si alguna vez llega, terminará limpiando el aire pero ensuciando el suelo. Quizás pasemos de un lío a otro por cuenta de que la ciencia siempre termina funcionando un poco mal. Los drenajes ácidos de las baterías que se empiecen a desechar masivamente y de mala manera, más en países con pésima cultura de manejo de residuos como este, provocará una nueva catástrofe ahora para los nutrientes del suelo y los reservorios de agua.

Pensar esto para este país también genera calosfrío. Aquí donde ni siquiera sabemos desechar las baterías de los celulares viejos. No me puedo imaginar qué se hará con las baterías de estos carros. Hace poco, un amigo geólogo que trabaja en los Estados Unidos me contó que se sentía más como el tipo de la basura. Según dice, su trabajo allá está reducido a indicar en qué parte se pueden enterrar los residuos que nadie quiere tener. Entre ellos las baterías. Y cada vez tiene que verse en más aprietos para encontrar lugares despoblados y suelos que puedan asimilar estos desechos.

El futuro, si llega, traerá nuevos problemas también. Aunque por ahora, esta formas de vida del planeta, y de paso yo, nos conformaríamos con poder sobrevivir el presente. Mientras tanto el camino sólo anuncia que: “Irás a la sombra que te aguarda/ fatal en el confín de tu jornada;/ piensa que de algún modo ya estás muerto.”

Como sea, la esperanza también es energía. Y después de devolver el carro, todavía embebido de buena conciencia, no quise tomar un taxi contaminante sino que caminé hasta la casa para completar una marcha entera de cero contaminación. Aunque la verdad es que en el camino no me aguanté y encendí un cigarrillo.

23 de junio de 2018

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MESSI, MARADONA, LA ARGENTINA DE AYER Y LA DE AHORA






De chicos, Messi no crecía entre su cuerpo anómalo y Maradona no podía progresar entre su villa de miseria. Messi aprendió que la pelea era hacia dentro, consigo mismo, contra sus propios límites, para saber mantenerse y convivir entre el éxito. Maradona aprendió a pelear con lo de afuera, contra su ambiente hostil para saber patear todas las pobrezas que lo rodearan. Messi es la lucha ensimismada y Maradona la guerra a campo abierto.

Messi es un genio de la cúspide. Maradona era un genio del fango. Dicho de otra manera, lo mejor que tiene Messi es saber resguardar y mantener la cima con los que la han alcanzado. Lo mejor que tenía Maradona era saber levantar del fondo a los caídos. Ninguna de las dos cualidades es mejor que la otra. Poder conservar la corona de los coronados y ser el mejor del mundo por 10 años sin pausa no es tarea menor. Maradona, cuando tuvo todo a su favor -Barcelona, Argentina en 1990- no lució. En cambio, cuando se trataba de darle fortuna a desfavorecidos -Napoli, Argentina del 86- surgía con fuerza entre la adversidad. Maradona necesitaba cenizas para surgir. Messi necesita lumbre para azuzarla y propagarla.

Messi duplica su brillo donde encuentra luz y se hace imbatible. Maradona sólo encontraba la fuerza para brillar en medio de la provocación de la oscuridad. Messi sabe aprovechar al máximo el buen clima. Maradona sabía sobrevivir a tormentas. Maradona daba las órdenes con su oratoria y su carisma. Messi lidera desde su ejemplo.

¿Cuál de estos dos necesitaría Argentina ahora? O la pregunta mejor: ¿Qué es la Argentina de ahora? ¿Un grande desfavorecido o un desfavorecido que quiere grandeza?  ¿Juega este equipo de ahora desde la lumbre o desde las cenizas?

Quizás este onceno de Sampaoli guarde algo de ambos. Tiene el porte y la arrogancia de los coronados, con la herida y la nostalgia de la corona perdida.  De acariciar la cima en Brasil 2010, en una final contra Alemania, ha terminado ahora celebrando un gol de Nigeria en primera ronda contra Islandia que lo salva momentáneamente del abismo.

Quizás esta situación de ahora, y la eterna discusión Messi-Maradona, obligue a resolver un dilema que viene rondando hace varios mundiales, motivado por sus triunfos agónicos, sus avances sólo por penales y sus éxitos cercanos pero postergados: acaso Argentina no es un grande. ¿Acaso Argentina es sólo el más fuerte de los débiles? ¿Acaso es sólo el débil de los fuertes?

Quizás Messi nos ayude a responderlo. Si Argentina sale de esta, y el equipo mejora, y Messi se repotencia, sabremos que se trata de un equipo grande con altibajos. Si el equipo se hunde con Messi a bordo, sabremos que solo Maradona nos hubiera podido salvar.   

Pero el fútbol es dialéctica de lo inesperado. Nada de esto puede ocurrir y Argentina, por alguna razón, por ejemplo, puede caer con Messi luchando y muriendo de pie; o, más insólito aún, triunfar con Messi ninguneado, caso en el cual nunca habrá estado uno tan feliz de haberse equivocado.

19 de marzo de 2018

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COLOMBIA Y EL VECINO HACEDOR DE BONITOS






El querido escritor Macedonio Fernández hablaba del Hacedor de Bonitos. Decía que el hacedor de bonitos debía ser una política de todos los municipios. Que cada alcalde debería conseguirse el tipo más feo que pudiera encontrar, tratar de ponerlo aún más feo y después pagarle para que se la pasara caminando por las calles del pueblo. Todo, para que la gente lo viera y al percatarse de semejante feúra ellos mismos pudieran pensar luego: bueno, yo no estoy tan mal. Así todas las personas dormirían tranquilas sabiendo que entre las gentes existía alguien más feo que ellos mismos.

Recordé al hacedor de bonitos hace años, cuando trabajaba recorriendo las barriadas de Medellín. Me llamaba la atención que cuando me internaba en los peores extramuros, entres los ranchos desvencijados, su pobreza, su insalubridad y sus muertos en cada esquina, cada que tenía la oportunidad de preguntar a sus gentes qué tal era ese sitio para vivir, siempre me contestaban que ese sector de ellos era “más o menos bueno” a pesar de lo terrible que se viera. Porque siempre, siempre, me estaban diciendo que el barrio de “más arriba” el que le siguiera en la cuesta cada vez más empinada de la ladera, era mucho peor. Que más arriba mataban más, que en el barrio de al lado robaban más, se apretujaban más en los ranchos y se veía más pobreza. Así se consolaban en su inmundicia, siempre comparándose con un sitio contiguo que era peor.

Esa manía enfermiza de medirnos sólo con los peores para evitar la presión de mejorar. Seguro alguien más ilustrado en temas de la psiquis lo explicaría mejor.  

Recuerdo al hacedor de bonitos y a la gente de estos barrios ahora mismo, cuando colombianos en su insensata refriega política insisten en amenazarnos a todos con eso de “volvernos como Venezuela”. 

Pero para muchos eso no es una amenaza, sino un consuelo. O mejor, se consuelan amenazándose con creer que puede haber alguien peor. Venezuela ahora es el hacedor de bonitos, que puede servir 
incluso para que un monstruo como Colombia siga siendo monstruo sin problemas.  

Colombia es esa persona que esta noche va a dormir tranquila después de ver al hacedor de bonitos que la hizo olvidar de su propia feúra. Colombia es esa barriada espantosa que se tranquiliza mirado el barrio de más arriba, esperando que allá maten más. Colombia es el tonto que se consuela con el mal de otros.

Yo en cambio pienso que el peor de los peligros para esta tierra, no es caer a ser como alguien más; soy de los que piensa que el peor de los peligros para Colombia es seguir siendo Colombia. El final del horror, implica reconocer el horror. Y están los que, a veces, para evitar ese final del horror, prefieren un horror sin final.    

29 de diciembre de 2017

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LITERATURA, MUJERES Y DERECHO A LA LEGÍTIMA OFENSA



Una crítica complicada, a una especie de feminismo frívolo, que por fortuna no es el único, pero sí el que más ruido parece estar causando. En el medio, y para defender, la siempre incómoda literatura.


Caso 1: La brutal agresión de un padre a su amada (y armada) hija

El interior de un apartamento. Verónica Pinto está sentada sobre las escaleras. Acodada y en medio de gritos, llora y se queja de que nadie la quiere. Su padre, el conocido entrenador de fútbol Jorge Luis Pinto, está de pie, junto a ella. Trata de hablarle y razonar. Algunos policías se aprecian también en la escena. Contemplan silenciosos.
Se dan cuenta que los graban. Andrés Villamizar, el esposo de Verónica, los enfoca con la cámara. Pinto lo trata de persuadir. Se gira hacia él y le pide que no haga eso, que no hay necesidad. 

- ¿Estas grabando? -pregunta Verónica-
- ¿Me va a pegar otra vez? -se alcanza a oír la voz del esposo que contesta-.

Pinto lo mira fijamente e insiste en que deje eso, desatiende un momento a Verónica y ésta aprovecha y se pone de pie. Rápida, silenciosa y sin empacho toma un cuchillo y se lanza contra su esposo. La cámara tambalea. Hay un forcejeo. Los policías intervienen. Todos sujetan a Verónica. Después Pinto, con autoridad de padre -digan lo que digan- le pega varios coscorrones, enojado y sorprendido por la osadía de su hija. Le pide que lo respete y la reprime por atreverse a semejante cosa: intentar acuchillar a su marido frente a todos y sin miramientos.

Una persona que en medio de cualquier discusión con detonante nimio se anime a tomar un cuchillo para agredir a su interlocutor es una mala persona. Sea hombre, mujer o marciano. Pero eso pasó a segundo plano. La reprimenda aquí y el motivo de la ira generalizada fue para Pinto. Las imágenes se difundieron en exceso en internet y le llovieron los insultos. Malparido maltratador de las mujeres, vociferaron unos (y unas); cárcel, pidieron otros (¿y otras?) y algunos tantos (¿¡y tantas!?) pregonaban que era el colmo que un monstruo hiciera una canallada de esas junto a la policía y no pasara nada. Este país de mierda en el que nunca pasa nada.

¿Por qué el impulso frenético de una mujer que quiere apuñalar a su marido pasa de largo ante la opinión pública, y en cambio la reprensión de un padre que coscorronea a su hija para que pare de una vez es motivo de casi un juicio penal?


Caso 2. La escritora de quien todos esperan que publique (en Facebook)

Carolina Sanín es una famosa escritora. Quizás la única escritora famosa no por los libros que escribe sino por los sulfurados mensajes que pone en redes sociales, donde se dedica con reiteración a tratar mal a seguidores desconocidos en internet. Disfruta de replantear las formas literarias al actualizar sus estados, con expresiones que señalan a Fulano de ser “parido por el ano”, o de “hijo de la gran puta madre que por su maledicencia lo parió”, o de ser “malos polvos” o “flojos como el esfínter de su mamá”. En otras ocasiones, los manda a que “se los coma un travesti bien vergón” o fantasea con la idea de castrarlos en exhibición pública y demás expresiones que por espacio y asepsia me ahorro.

Como era de esperarse en la cloaca de las redes, ese lenguaje nauseabundo causa sensación y pronto sus seguidores se incrementan. También los detractores que aparecen para reptar al mismo nivel de la señora Sanín, quien termina metida en peleas y escándalos casi arrabaleros con unos cuantos cretinos lenguaraces.

Ella aprovecha su cuarto de hora y sigue disfrutando su técnica de maltratar. Ahora no sólo en redes sino en cuanto evento literario pueda. Cuando se vuelve noticia, en alguna emisora radial, un par de comentaristas están hablando del tema. Uno de ellos le pregunta al otro por el problema que hubo, con “esta niña, Carolina Sanín.” Ella se entera y contesta de inmediato de forma extensa y reprime a quienes se atreven a llamarla “niña”. Habla de los cuarenta y tantos años que tiene y de sus títulos académicos y de su currículo y de todo por lo cual no la deben llamar así pues lo toma como una ofensa a su honor de mujer.

Otra columnista le recrimina después por las ofensas que lanza en las redes sociales y los insultos estrambóticos que se empeña en seguir usando contra cuanto don nadie pasa y se atreve a cabrearla por deleite. Ella contesta: “Tiene razón la columnista en que soy agresiva. Es una actitud que me resulta sana en una cultura colonial en la que la expresión verbal de la rabia es locura, en la que la franqueza es inadmisible y en la que, en cambio, arreglamos los conflictos a bala, como caballeros.”

¿Por qué para esta literata el que alguien le llame “niña” es una ofensa de mala saña que merece desagravio, y en cambio el que ella putee hombres a diestra y siniestra es una actitud sana y necesaria en esta sociedad tan premoderna que ella así dizque dice combatir?


Caso 3. Fahrenheit a más de 451 o: si la tocas, no te leo

Catalina Ruiz-Navarro, desde su columna semanal se queja de que el Ministerio de Cultura haya llevado sólo escritores hombres a un evento literario a realizarse en Francia. Reclama que se tome una decisión tan ofensiva, como si aquí no hubiera mujeres que escriben tan bien, como, por ejemplo, dice, sí señor, Carolina Sanín (algo más deberá escribir aparte de sus estados).

De paso, aprovecha ella para concluir que es apenas lógico una conducta sexista como esa, en un país que le rinde culto a García Márquez, cuya literatura está plagada de machismo, donde todos sus personajes femeninos son “musas, mozas o madres” y que cometió la desfachatez de escribir Memorias de mis putas tristes, como irrespeto a su esposa y apología de la violación, basándose en otro adefesio literario que para ella es la obra Kawabata.

Ocho días después contraataca en su siguiente columna, y añade que sí, que intentó leer muy pequeña a Cien años de soledad, pero: “Tuve que detenerme cuando José Arcadio vuelve a casa y viola a Rebeca en la hamaca. Me dio tanto miedo leer eso.”

Escritores y escritoras ya se han ocupado suficiente de reprender semejantes afirmaciones de Ruiz-Navarro. Baste añadir que para mí la obra de García Márquez es, toda, un homenaje a la mujer. Que veo ahí personajes femeninos más allá de esas tres etiquetas que ella señala con alevosía, matronas temerarias, como aquella “dueña de todas las aguas llovidas y por llover”, feminidades complejas y enigmáticos que están en sus cuentos, como la mujer que siempre llegaba a las seis, la trastornada señora Forbes y esa mujer fatal a la que le dedica uno de sus mejores reportajes: la muerte de Wilma Montesi. Un feminicidio, dirían hoy día, que él reconstruye con arrojo detectivesco.

Enuncio solo de memoria; seguro que una búsqueda juiciosa encontraría mejores ejemplos.
Asombra además la degradación de la obra de Kawabata. La casa de las bellas durmientes es para mí un recuerdo venerado, y estremece que para alguien, un tema tan universal como la despedida sexual de la juventud se termine vulgarizando al punto de volverlo una cosa de depravados pedófilos.

Con ese exceso de verdad que le pone a la lectura de García Márquez, (recuerda a la Cabal que llamó a una sus novelas un “mito histórico”; lo que debería ser un halago para cualquier escritor de ficción) habría que preguntarle a Ruiz-Navarro qué opina de Crónica de una muerte anunciada.

No estoy seguro de dónde ubicar a Angela Vicario dentro las estrechas tres etiquetas de mujer a que ella reduce todo. O debo entender, con ese desfachatado afán prosaico que ella parece infundir, que esta obra trata de una pérfida inconsciente y vanidosa, que, al no poder engañar a su nuevo marido rico sobre su desfloramiento temprano, se aprovecha de su condición de mujer para victimizarse entre falsedades y terminar acusando injustamente a un hombre inocente, quien, por eso, después pierde la vida de forma cruel e impune. ¿Hay entonces también rasgos hembristas y violencia de género -del género femenino- en la obra de García Márquez? ¿Debería yo haber cerrado el libro ante la primera puñalada al pobre Santiago Nassar?

Reducir esa obra así y describir esa trama con esta jerga de panfleto me abochorna. Esa novela es mucho más que este recuento burdo. Pero a eso parece querer llevarnos el juego prosaico que propone Ruiz-Navarro.   

Con todo esto, de nuevo me surge una pregunta, ¿qué hace que un reclamo quizás justo, en nombre de las escritoras nacionales, termine volviéndose una injusta refriega contra el legendario escritor colombiano?


Caso 4. Cuento vivencial: Aquí falta un toque femenino (para que te empuje)

Participo en un proyecto editorial donde se publican unas crónicas sobre mujeres envueltas en la guerra colombiana. Un trabajo de no ficción que hace que sigamos a cuatro personajes femeninos que padecieron el conflicto desde diferentes lados. Todas, personajes fascinantes que muestran el arrojo, la resistencia silenciosa y la esperanza que aporta la cara femenina a la superación de la guerra.

Cuando se publican las historias, casi de inmediato: crítica y descrédito de algunas personas, minoritarias por fortuna, pero no menos desconcertantes. Mensajes y objeciones en los eventos de lanzamiento. La razón: que entre los cuatro reporteros no había ninguna mujer. Que qué injusticia cuatro hombres hablando de mujeres. No importaba de lo que se hablara, solo importaba quién lo hablara. O mejor, hay cosas de las que se habla para las que importa quién las hable, según algunos.

Un trabajo de no ficción donde el centro son los personajes, donde la mujer es el tema exclusivo; pero alcanza la quisquillosidad para evadir ese centro y desviarse al reparo periférico de quiénes fueron los medios que invocaron a esas presencias.

Como si se tratara de un requisito notarial, formalidad ciega, una cuota femenina pedida con esa lógica paritaria impuesta con simetría burocrática, sin importar que ellas sean el fondo del asunto. Cuando el dedo señala la luna, el necio mira el dedo, dice el proverbio chino.

Si ponemos esa lógica paritaria a diestra y siniestra: entonces todo trabajo que hable de minorías a vindicar queda cargado con ese requisito ritual. Si se van a hacer crónicas de pobres, que entre los reporteros haya un pobre, si se va a hablar de negros, necesitamos que lo escriba un negro, y de homosexuales, ni hablar, lo contrario sería injusto.

La cosa nunca pararía. Y de paso habría que archivar obras cumbres del tema femenino, por no haber cumplido con la cuota de mujeres en su producción. Pienso en los mejores trabajos de no ficción que he leído sobre la liberación sexual del siglo XX; los reportajes reverenciales de mi ídolo inmerecido, el gran Gay Talese, a quien debería dejar de leer de rodillas para en cambio incorporarme y patear su altar según los filisteos de la cuota femenina. Nada valdría porque Gay no es mujer, y ni siquiera el nombre aproximaría a salvarlo.

De paso, para la hoguera también media historia de la literatura. El amante de Lady Chatterley, muy bonito, muy profundo, muy mujer, pero bótelo: Laurence no era tipa, si acaso marica. No sirve. Madame Bovary, el tedio de la mujer de provincia padeciendo por el compromiso social, muy bien retratado y todo, cuánta introspección bien dibujada, pero faltó la mujer al lado de Flaubert humedeciéndole la tinta. No sirve.

Para no ir muy lejos, ni más allá de este año que termina. La película cumbre de la opresión bárbara a la mujer entre la marginalidad colombiana, el retrato descarnado del daño al ser femenino en este país: La mujer del animal, es una producción injusta porque su director no es mujer, no debe ponerse a hablar de esos temas.   

De nuevo la pregunta, ¿que hace que la gente se desvíe del asunto importante, que versa sobre poner a la mujer arriba del escaparate, a la vista de todos, para en cambio reparar en trivialidades sobre si había cuota femenina en quienes tallaron la madera? ¿Dan por sentado que eso cambiaría en algo el resultado del trabajo? ¿La calidad sería mejor o peor?


Contestaciones aventuradas. (Favor calibrar bien la alarma de misoginia)

Si pudiera pensar en una respuesta común para las preguntas de todas estas historias antes contadas, diría que debo empezar por algo que creo que comparten. En todos estos casos se muestra una agresividad frívola. En la impactante hija Pinto, en la azufrada Sanín, en la paranoica Ruiz-Navarro y en los melindrosos críticos de mi libro.   

Y me atrevo a pensar que esa agresividad frívola está mellando los dientes de verdad valiosos de la lucha feminista. Dientes necesarios para todavía clavarse en las presas importantes.

Es sabido que, en estos tiempos modernos, toda lucha social válida y justa se termina frivolizando al dejarse secuestrar por la civilización del espectáculo.  Por eso la contracultura se tragó al socialismo, el marxismo engendró al sólo jipismo y el ambientalismo a pirados new age.

No hay un solo feminismo, ni más faltaba. Pero algo de la causa feminista parece ir ya en esa dirección: porque de todas las cinco historias saco también una enseñanza común. Con la acuchilladora a quien nadie quiere, la escritora de actitud sana e insultos escatológicos y la columnista de la brigada anti violaciones en la literatura, pareciera hacerse camino una bandera absurda: querer vindicar una especie de derecho extra, reservado solo para mujeres: el derecho al desequilibrio, el derecho a enloquecer libremente, y poder acuchillar a su marido en medio de una pelea doméstica y que ningún papá venga a detenerla, o a andar insultando tipos en las redes con jerga hedionda como actitud vanguardista contra la sociedad salvaje, o el derecho a andar prácticamente imputando crímenes y causales de divorcio a los escritores por las licencias literarias que se tomen en la escenas de cama extramatrimonial lubricadas con tinta.

Pareciera que se pretende entonces imponer por sobre todo el derecho a la agresividad trivial de la mujer, a sus ataques detonados por nimiedades que insisten en tomar como justas reivindicaciones. Ataques que además de improductivos y frívolos, son ingenuos. Porque me parece ingenuo reducir la causa feminista a estas cosas, como el ludismo de hace dos siglos que exhortaba a los obreros con el propósito principal de destruir las máquinas fabriles que asumían como sus principales enemigas.

Entiendo también, que a veces el entorno mismo y la opresión socialmente aceptada son un desafío obligatorio para mujeres sin más recursos que acciones desesperadas, y que sería injusto atribuirles por eso defectos internos. Como anota Carlos Monsivais en uno de sus mejores textos sobre el tema feminista: “En el acoso, el conducir al límite la psicología defensiva no es un acto de desequilibrio, sino de búsqueda de espacio.”

Propongo sólo discutir qué tan grande será ese espacio; dónde poner ese límite; dónde está la raya desde la que se pasa de la legítima defensa a la legítima ofensa, y por qué no pensar críticamente la necesidad de desintegrar una retórica que, como se vio en los ejemplos anteriores, exalta cierta especie de agresividad innecesaria usada por algunas mujeres, en arbitraria vocería de todas.

De lo contrario, sospecho que no se saldrá de la violencia frívola de siempre. Violencia de género que puede ser de lado y lado. Violencia discursiva y violencia-violencia. O todas en una, como Valerie Solanas disparando a Andy Wharol y después teorizando sobre el asunto en sus diatribas escritas contras los hombres.  

Y Valerie Solanas no es para mí más que la frivolización y el secuestro por la industria del espectáculo de la lucha feminista que mutó de las sesudas reflexiones de Simón de Bauvier sobre el significado de ser mujer, a la pantomima de una sicótica en las pantallas de Hollywood.

Algo pasó en el camino entre Beauvier y Solanas. La primera indagaba en los resquicios mismos de la conciencia femenina para buscar su identidad, lejos de melodramas:

“Ya no se sabe a ciencia cierta si aún existen mujeres, si existirán siempre, si hay que desearlo o no, qué lugar ocupan en el mundo, qué lugar deberían ocupar. “¿Dónde están las mujeres?”...  Pero, en primer lugar, ¿qué es una mujer?... Así, pues, todo ser humano hembra no es necesariamente una mujer; tiene que participar de esa realidad misteriosa y amenazada que es la feminidad.

Y concluía con el hermoso y conocido pasaje:

“No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; la civilización en conjunto es quien elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica como femenino.”


(To) ser o no (to) ser...

El poeta Marcos Monteliano Gutiérrez, dice que la peor de las tristezas es aquella que “es como la tos, pero hacia dentro”. Entiendo que la historia de la feminidad está marcada por una tristeza parecida a esa, que a veces no deja llorar, o que en ocasiones sólo deja: “sonrisas que no son de felicidad, sino de un modo de llorar con bondad.” Para seguir con versos, esta vez de la mismísima Gabriela Mistral.

Entiendo a su vez que este drama sólo es fruto de la opresión milenaria que se empeñó en negar para ellas cualquier chance de identidad alterna. 

Entiendo también que toda identidad se empieza a construir con la negación. O, en palabras de Sartre: “Para darnos cuenta de los que somos, tenemos primero que darnos cuenta de lo que han hecho con nosotros.”

A cualquier mujer le toca vivir ese primer paso de encender la luz y verse entre el molde impuestos por otros. La literatura misma latinoamericana no podía dejar de evidenciarlo. La escrita por mujeres, sobre mujeres, como les gusta a los quisquillosos y de la que me declaro adepto -por lo menos de la buena-.

Dicho sea de paso, un buen ejemplo de que en el arte la lógica de la cuota no garantiza por sí misma nada, son los ya muy frecuentes en todo el país certámenes literarios solo para mujeres. En Cereté, en Roldanillo, en Medellín, se celebran eventos donde a menudo se encuentran las poetas y se desencuentra la poesía. Pero, así mismo, desde los tiempos del machismo más déspota, siguen brillando los versos que denotan desde los primeros años del siglo XX ese afán femenino de abrir los ojos para que duela ver; voces que cautivan y acongojan hasta casi el grado de la culpa atávica, por ser hombre.

Recuerdo el poema de Idea Vilariño: Tal vez no era pensar.

Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto,
sino darse y tomar perdida, ingenuamente,
tal vez pude elegir, o necesariamente,
tenía que pedir sentido a toda cosa.

Tal vez no fue vivir este estar silenciosa
y despiadadamente al borde de la angustia
y este terco sentir debajo de su música
un silencio de muerte, de abismo a cada cosa.

Tal vez debí quedarme en los amores quietos
que podrían llenar mi vida con un nombre
en vez de buscar al evadido del hombre,
despojado, sin alma, ser puro, esqueleto.

Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto.
sino amarse y amar, perdida, ingenuamente.

Tal vez pude subir como una flor ardiente
o tener un profundo destino de semilla
en vez de esta terrible lucidez amarilla
y de este estar de estatua con los ojos vacíos.

Tal vez pude doblar este destino mío
en música inefable. O necesariamente...

Pronto también, y para ponerse a tono con la movida que se estaba dando en el mundo, vino en los años sesenta la que llaman algunos críticos la primera novela de corte feminista en Latinoamérica: La Brecha, de la chilena Mercedes Valdivieso. Una protagonista sin nombre que resulta casada, acorde a los cánones sociales, y decide rebelarse. No le gusta esa vida, lanza la queja ante la otra forma de muerte que es la ausencia de vida: “Era bueno no pensar, estar evadida de la sensación física; coordiné un solo pensamiento: no ser.”

Es la historia de la insurrección doméstica donde desobedecer es el primer paso para descubrirse. Allí se ubican los gérmenes del dolor ante avizorar la impostación de lo propio:

“Pongo más leños al fuego y pienso que soy como un recluso que hizo saltar la cerradura de su calabozo y a quien, después de ciertas escaramuzas, le está permitido pasearse por la enorme cárcel, conversar con los presos en sus celdas y luego sentase a esperar frente a la puerta. Porque es allí donde está la libertad”

Se rastrea también ese descubrir doloroso de ser sólo lo que otros quisieron, en las primeras poetas latinoamericanas.  Ahí están, por ejemplo, Alfonsina Storni:

Pudiera ser que todo lo que en verso he sentido
no fuera más que aquello que nunca pudo ser,
no fuera más que algo vedado y reprimido
de familia en familia, de mujer en mujer. 

Dicen que en los solares de mi gente, medido
estaba todo aquello que se debiera hacer...
Dicen que silenciosas las mujeres han sido
de mi casa materna... Ah, bien pudiera ser... 

A veces en mi madre apuntaron antojos
de liberarse, pero, se le subió a los ojos
una honda amargura, y en la sombra lloró. 

Y todo ese mordiente, vencido, mutilado,
todo eso que se hallaba en su alma encerrado,
pienso que sin quererlo lo he libertado yo.

U otro de sus poemas más populares: Tú me quieres blanca.

Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada

Ni un rayo de luna
Filtrado me haya.
Ni una margarita
Se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
Tú me quieres blanca,
Tú me quieres alba.

Tú que hubiste todas
Las copas a mano,
De frutos y mieles
Los labios morados.
Tú que en el banquete
Cubierto de pámpanos
Dejaste las carnes
Festejando a Baco.
Tú que en los jardines
Negros del Engaño
Vestido de rojo
Corriste al Estrago.

Tú que el esqueleto
Conservas intacto
No sé todavía
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!

Huye hacia los bosques,
Vete a la montaña;
Límpiate la boca;
Vive en las cabañas;
Toca con las manos
La tierra mojada;
Alimenta el cuerpo
Con raíz amarga;
Bebe de las rocas;
Duerme sobre escarcha;
Renueva tejidos
Con salitre y agua;
Habla con los pájaros
Y lévate al alba.
Y cuando las carnes
Te sean tornadas,
Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada,
Entonces, buen hombre,
Preténdeme blanca,
Preténdeme nívea,
Preténdeme casta

También se puede incluir, de tiempos embrionarios, a la puertorriqueña Julia de Burgos:

Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:
un intento de vida;
un juego al escondite con mi ser.

Pero yo estaba hecha de presentes,
y mis pies planos sobre la tierra promisoria
no resistían caminar hacia atrás,
y seguían adelante, adelante,
burlando las cenizas para alcanzar el beso
de los senderos nuevos.

A cada paso adelantado en mi ruta hacia el frente
rasgaba mis espaldas el aleteo desesperado
de los troncos viejos.

Pero la rama estaba desprendida para siempre,
y a cada nuevo azote la mirada mía
se separaba más y más y más de los lejanos
horizontes aprendidos:
y mi rostro iba tomando la expresión que le venía de adentro,
la expresión definida que asomaba un sentimiento
de liberación íntima;
un sentimiento que surgía
del equilibrio sostenido entre mi vida
y la verdad del beso de los senderos nuevos.

Ya definido mi rumbo en el presente,
me sentí brote de todos los suelos de la tierra,
de los suelos sin historia,
de los suelos sin porvenir,
del suelo siempre suelo sin orillas
de todos los hombres y de todas las épocas.

Y fui toda en mí como fue en mí la vida…


Y como un último ejemplo, mi preferida, la obra de Rosario Castellanos:

Una mujer camina por un camino estéril
rumbo al más desolado y tremendo crepúsculo.
Una mujer se queda tirada como piedra
en medio de un desierto
o se apaga o se enfría como un remoto fuego.
Una mujer se ahoga lentamente
en un pantano de saliva amarga.

Quien la mira no puede acercarle ni una esponja
con vinagre, ni un frasco de veneno,
ni un apretado y doloroso puño.
Una mujer se llama soledad.
Se llamará locura.

O en otra parte:
Antes, para exaltarme, bastaba decir madre.
Antes dije esperanza. Ahora digo pecado.
Antes había un golfo donde el río se liberta.
Ahora sólo hay un muro que detiene las aguas.
O en esa obra maestra, llamada Origen:
Sobre el cadáver de una mujer estoy creciendo,
en sus huesos se enroscan mis raíces
y de su corazón desfigurado
emerge un tallo vertical y duro.
Del féretro de un niño no nacido:
de su vientre tronchado antes de la cosecha
me levanto tenaz, definitiva,
brutal como una lápida y en ocasiones triste
con la tristeza pétrea del ángel funerario
que oculta entre sus manos una cara sin lágrimas.

No pretendo tocar el tema como especialista. Me muevo a tumbos, sólo por sospechas, con las escasas migas que distingo entre las letras femeninas. Pero me atrevo a pensar que la intención de tomar distancia de los moldes hechos a voluntad de los hombres alimentó la literatura latinoamericana misma desde su edad más tierna, y que eso también era nutrir la causa feminista.
La pregunta que no puedo contestar es: ¿qué hizo que esta intención literaria se vulgarizara hasta producir la vertiente del separatismo agresivo? yo estaba h ya los heraldos me anunciaban
Sospecho que algo tendrá que ver la frivolidad del espectáculo que pretende sustituir a estas insumisas reflexivas por las de la casta de Solanas. La cual -más cerca de Sanín y Ruiz-Navarro, pienso yo- escribía en su Scum Manifiesto: 
“Hoy, gracias a la técnica, es posible reproducir la raza humana sin ayuda de los hombres (y, también, sin la ayuda de las mujeres). Es necesario empezar ahora, ya. El macho es un accidente biológico: el gene Y (masculino) no es otra cosa que un gene X (femenino) incompleto, es decir, posee una serie incompleta de cromosomas. Para decirlo con otras palabras, el macho es una mujer inacabada, un aborto ambulante, un aborto en fase gene. Ser macho es ser deficiente; un deficiente con la sensibilidad limitada. La virilidad es una deficiencia orgánica, una enfermedad; los machos son lisiados emocionales.”


¿Partir sin repartir?

La mitad del cielo, la mitad de la tierra y la mitad del poder, decía una consigna ya clásica de esta causa. Para mí una mitad siempre ha sido algo que al contemplarse lleva a un mismo pensamiento: ¿qué de la otra mitad?
El feminismo frívolo se consolida. Por alguna razón, la vía fácil de deprecar sobre los excesos de lo masculino se prefiere por sobre el camino más difícil de vindicar lo femenino. O, en sentir de algunas, lo primero se vuelve condición necesaria para lo segundo. Koestler decía en algún lado que en el rebelde siempre hay dos impulsos en pugna, que justifican su tendencia. Se es rebelde por el rechazo a lo presente, a lo que hay, a lo que se ve; o se es rebelde por el anhelo hacia el futuro distinto, las ansias de construir lo que será, la esperanza en formar lo que no se ve. Destruir lo que hay o construir lo que podría haber. En cada rebelde están estos dos impulsos, pero siempre con asimetría. En el feminismo frívolo gana lo primero.    

Todo esto lo digo saliéndome del camino de lo políticamente correcto, que algunos asumen ya enrielado. Y sin dejar de desconocer lo evidente: que habitamos un mundo asquerosamente machista, que discrimina por doquier, y que, no obstante, parte de ese mundo imperfecto sería deseable, aun así, en su pésimo estado, a un país mucho peor como el que moramos, que no sólo es machista sino salvaje, donde todos los días no se contenta con anular, sino que además mata mujeres, por nacer. Donde se asume que ser hombre es contar con el derecho a serlo y ser mujer es ya de entrada tener que justificar el contradecir ese derecho.

Pero dudo mucho que la salida de este medio sea la exhortación de la feminidad igualmente agresiva, que sólo termina trivializando las verdaderas luchas, vaciando la causa valiosa e irrigando la baladí en todos los espacios.  

Ya lo venimos viendo con la justicia frívola que trata con liviandad la causa feminista. Nuestra Corte Constitucional que, el mismo día que decidió que las madres comunitarias no podrían tener derecho a una pensión, anunció con bombos y platillos que iba escoger la demanda de -adivinen- Carolina Sanín para revisar y establecer su libre a derecho postear groserías en la red.

O los jueces que se preocupan más porque los eslóganes publicitarios digan “todos y todas” que porque los feminicidas sigan sueltos. O los fiscales que dañan vidas, por inflar ante la cámara inocuos señalamientos de inicuas señaladoras que no soportan juicios, pero si causan ruido y descrédito.

Le pasó hace poco al reconocido anarco-periodista Antonio Morales, cualquier cosa menos un seguidor de las hegemonías, que después de perder su trabajo y su buen nombre por una denuncia de una supuesta violación, recibió un archivo del caso sin ni siquiera unas disculpas. Apropiadas sus palabras en el mensaje que escribió ante todo lo que le pasó:

“Lo triste es que se recurra a la mitomanía y a la mentira -desde un feminismo falaz- para poner en valor a la mujer “perseguida”. Ello toma formas socio históricas alienadas en el sistema de género. (...)
Victimizarse como mujer mintiendo y calumniando, afecta las luchas de las mujeres, es antifeminista. La calumnia contra los hombres inocentes, también es violencia de género. He sido víctima de una cierta violencia de género.”

Ante todo: niego, pero no reniego
Me niego a aceptar que la causa feminista en este país tome el extraño rumbo de empeñarse en perseguir ese insólito derecho “a la legítima ofensa”. Quizás con todo esto lo único que hago es pecar de teoría y me quede sólo en el plano de las ideas e ignore la movida práctica, donde estas cosas que planteo son poco importantes para los movimientos de mujeres que se están jugando la vida en este momento por sus derechos.
Aceptaría una objeción como esas, siempre y cuando se me reconozca también la necesidad de defender a la literatura como aparato también adecuado para la subversión. Y por eso mismo, como objeto a defender de los sectarismos. Si los poemas se pudieran firmar abajo por adherentes secundarios como los manifiestos, si se gritaran en las calles como las consignas, yo firmaría y gritaría por la causa feminista uno de Blanca Varela:
Va Eva

Animal de sal
si vuelves la cabeza
en tu cuerpo
te convertirás
y tendrás nombre
y la palabra
reptando
será tu huella.



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