20 de julio de 2011

EL OJO DE BATAILLE.


Leí hace poco Historia del ojo, novela de Gorges Bataille. Difícil sacudirse al terminarla. El sexo como la forma más pura de trasgresión, los límites entre lo erótico y lo grotesco. El desenfreno en una suerte de rito, de obediencia ante una mística del absurdo que se impone desde dentro. Y una prosa rauda y fluida, pero que no deja ese tono confundido con el pontificar. Como muchos escritores franceses de su tiempo, Bataille también se cree una conciencia encarnada, un escritor moral que explica al tiempo que cuenta. Pero sin cantaleta. Es difícil encontrar un escritor económico entre este grupo. Pienso en Camus, tal vez, que también dibuja en su obra una concepción moral, sin detenerse demasiado a sermonear.

Se dice que Bataille quiso entronar su propia religión. Ungió a varios en torno a una logia secreta que él llamó Acéphale. Quisieron incluso iniciar su congregación con el sacrificio de uno de sus miembros que nunca se llegó a finiquitar.

En su novela, sin sermones, pero con imágenes contundentes, sugiere su propia ética de la sexualidad. El surrealismo también serpentea entre sus páginas, y muestra las conmociones íntimas que le generan ciertas presencias femeninas, igual a como lo hizo Bretón, el papa, en su novela Nadja.

Dos adolescentes indómitos, rendidos a sus impulsos en un ambiente confuso y pervertido. Una joven subiéndose las faldas y asentando sus nalgas en un plato de leche. Una pareja masturbándose entre sí, mientras orinan el rostro de su amiga que acaba de morir. Un sacerdote estrangulado mientras lo penetran, para posteriormente sacarle un ojo e insertarlo en la vagina de la impúdica Simona. El sexo, una las pocas opciones de reencontrarse con la animalidad que nos habita, que nos reconcilia con lo que quede de nuestro natural origen. Una corrida de toros, es relatada así en la novela:

“Simona durante toda la corrida permanecía angustiada, y su terror revelaba en el fondo un irrefrenable deseo de ver al torero proyectado en el aire por una de las monstruosas cornadas que el toro lanza a toda carrera, ciegamente, al vacío de la capa de color. Hay que decir, además, que sin detenerse, incansable, el toro pasa una y otra vez a través de la capa a un palmo de la línea erecta del cuerpo, provocando la sensación de lanzamiento total y repetido, característica del coito. La extrema proximidad de la muerte se siente del mismo modo en ambos casos. Esos pases prodigiosos son raros y desencadenan un verdadero delirio en los ruedos; es bien sabido que en esos patéticos momentos de la corrida, las mujeres se masturban con el simple frotamiento de los muslos.

La eterna y estimulante relación de muerte y sexo. En unos reglones por momentos alarmantemente surrealistas. Aquí algunos apartes:

“… me vino la idea de que la muerte era la única salida para mi erección; muertos Simona y yo, el universo de nuestra prisión personal, insoportable para nosotros, sería sustituido necesariamente por el de las estrellas puras, desligadas de cualquier relación con la mirada ajena, y advertí con calma, sin la lentitud y la torpeza humanas, lo que parecería ser el término de mis desenfrenos sexuales: una incandescencia geométrica (entre otras cosas, el punto de coincidencia de la vida y de la muerte, del ser y de la nada) y perfectamente fulgurante.”

Y en otra parte:

Los tres estábamos perfectamente tranquilos y eso era lo más desesperante. Todo lo que significa aburrimiento se liga para mí a esa ocasión, y sobre todo a ese obstáculo tan ridículo que es la muerte. Y sin embargo, eso no impide que piense en ella sin rebelarme y hasta con un sentimiento de complicidad. En el fondo, la ausencia de exaltación lo volvía todo mucho más absurdo y así, Marcela, muerta, estaba más cerca de mí que viva, en la medida en que, imagino, lo absurdo tiene todos los derechos.

Lo estimulante no tiene que ser entendible. A veces, el hecho de que una creación se revele sólo como enigma, denota la vergonzosa ceguera a que queda sometida la razón. Para leer esta obra, el entendimiento estorba. Está acariciando esas primeras costras de la locura, a la que nos sentimos atraídos fatalmente, como moscas a una jalea que las sepultará. Sigue el autor:

A muchos el universo les parece honrado; las gentes honestas tienen los ojos castrados. Por eso temen la obscenidad. No sienten ninguna angustia cuando oyen el grito del gallo ni cuando se pasean bajo un cielo estrellado. Cuando se entregan ‘a los placeres de la carne’, lo hacen a condición de que sean insípidos.”

Pero ya desde entonces no me cabía la menor duda: no amaba lo que se llama ‘los placeres de la carne’ porque en general son siempre sosos; sólo amaba aquello que se califica de ‘sucio’. No me satisfacía tampoco el libertinaje habitual, porque ensucia sólo el desenfreno y deja intacto, de una manera u otra, algo muy elevado y perfectamente puro. El libertinaje que yo conozco mancha no sólo mi cuerpo y mi pensamiento, sino todo lo que es posible concebir, es decir, el gran universo estrellado que juega apenas el papel de decorado.

La primera edición del libro fue publicada bajo el seudónimo de Lord Auch (algo así como Señor de la mierda). Posteriormente, se publicó con su nombre y con una presentación del infalible Foucault, en 1963, bajo el título Prefacio a la transgresión:

En ésta el agudo y popular filósofo muestra una lectura adicional no menos sugestiva. La novela según él, le sugiere la idea de que el moderno desenfreno de la sexualidad no trajo la liberación de la misma, en términos de expresión y lenguaje, acorde a la idea tal vez errada de las pasadas épocas represivas ya superadas. Contrariamente, el desenfreno sexual en la sociedad moderna quizás dibuje más la idea los límites como estorbos. Del otro no como semejante sino como frontera. Acorde tal vez, a la definición burguesa que dice que mi libertad alcanza sólo hasta donde llega la del otro. Tan propicia en una sociedad de individuos atomizados con poca noción de lo común, como lo desnudó el mismo Marx, en La Cuestión Judía. Por algo el papa Bretón, llegó a declarar marxista su surrealismo.

La libertad sexual no esclareció el tema al volverlo abierto, y tal vez mató cosas ya irrecuperables. Recuerdo a Baudrillard, cuando afirmaba que en esta época, en la cual las mujeres están más propicias que nunca para los hombres, ya no se puede hablar de romanticismo, por ejemplo, porque este sólo podía germinar bajo la imaginación estimulada por aquello que no se tiene. El tema es largo, quizá interminable, por eso se puede cortar donde sea. Termino con este aparte de Foucault, del mencionado prefacio:


“Se cree fácilmente que en la experiencia contemporánea la sexualidad descubrió una verdad de naturaleza que habría aguardado pacientemente mucho tiempo en la sombra y bajo diversos disfraces y que solo nuestra perspicacia positiva nos permite hoy descifrar antes de tener el derecho de acceder finalmente a la plena luz del lenguaje. Sin embargo la sexualidad nunca ha tenido un sentido más inmediatamente natural y sin duda nunca ha conocido una “felicidad de expresión” tan grande como en el mundo cristiano del pecado y los cuerpos desposeídos de La gracia divina.”

Lo demuestran toda una mística, toda una espiritualidad, que no podían de ningún modo dividir las formas continuas del deseo, la embriaguez, la penetración, el éxtasis y la comunicación íntima que se desvanece; todos estos movimientos los sentían transcurrir sin interrupción ni límites hasta el corazón de un amor divino del cual eran recíprocamente el último agujero y la fuente. Lo que caracteriza a la sexualidad moderna, de Sade a Freud, no es haber encontrado el lenguaje de su razón o de su naturaleza sino haber sido “desnaturalizada” y –por la violencia de sus discursos- arrojada a un espacio vacío en el que no encuentra más que la forma estrecha del límite y donde no tiene más allá y prolongación sino en el frenesí que la rompe. No hemos liberado la sexualidad, pero la hemos llevado exactamente al límite: límite de nuestra conciencia, de nuestra inconsciencia; límite de la ley, ya que aparece como el único contenido, absolutamente universal, de la prohibición; límite de nuestro lenguaje, pues dibuja la línea de espuma de lo que puede alcanzar completamente sobre la arena del silencio. Por consiguiente, no es por la sexualidad como nos comunicamos con el mundo ordenado y felizmente profano de los animales; ella es más bien cisura: no alrededor de nosotros para aislarnos y designarnos, sino para trazar el límite en nosotros y dibujarnos a nosotros mismos como límite.

En fin, la de Historia del ojo, es una lectura brusca que revuelca, conmueve y asombra. Al terminarla, nada mejor que un lector adolorido y pleno.

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