18 de agosto de 2013

SONRISA NUESTRA QUE ESTÁS EN LOS CIELOS.

Un crónica saltadita sobre la gran atleta rusa Yelena Isinbayeva, recién coronada en el mundial de Moscú. El video de la competencia donde se consagró su asunción se puede consultar aquí: http://www.youtube.com/watch?v=jyOj232LWZ8 


Yelena es una rusa con sentido del humor. Igual a decir que es una cosa rara. Yelena es 28 cosas raras a la vez. 28 récords mundiales conseguidos y sigue sonriendo: a pesar de ser rusa y atleta y La Zarina: las más grande de los últimos tiempos. Yelena siempre balbucea algo antes de los saltos. Modula algo en tono quedo y mecánico, mientras alza la vista. No se sabe qué dice, pareciera orando o maldiciendo con discreción; mira fijamente la vaya a saltar, mientras empuña con método la garrocha y apunta hacia adelante, como un caballero medieval con su lanza.



Su belleza, sus hermosos ojos, siempre están insinuando alegría aún cuando miran desafiantes al horizonte. Y Yelena sigue murmurando algo, pareciera hablando con la pértiga, tratando de convencerla para hacer un pacto que la deja elevarse y volar.

Después viene siempre la sonrisa. Yelena empieza a sonreír desde antes de caer. Justo cuando rebasa el listón, justo cuando su salto alcanza el punto límite y sabe que va a ser limpio, el rostro de Yelena cambia; los ojos desafiantes y el gesto contraído se esfuman en una milésima, lo que dura suspendida en el aire; inmediatamente empieza el descenso y el rostro de Yelena ya no es hermoso y desafiante sino hermoso y alegre. Sus ojos se abren y en el aire se le nota esa sonrisa primaveral, una sonrisa estrambótica, tan resplandeciente que se deja captar al vuelo como una chispa fugaz en ese segundo que dura la caída. Una sonrisa que pareciera conseguirse sólo allá arriba, hasta donde ella es capaz de llegar, y que toca y adhiere a su rostro en el mismo momento en que rebaza el obstáculo.

Yelena es alegría inmensa antes que nada. Ni Rusia, ni el atletismo, ni el atroz entrenamiento de años que ha tenido que padecer para llegar a ser La Zarina de las 28 marcas mundiales, nada de eso ha podido borrarle la sonrisa. ¡Una atleta rusa, de 31 años, sencillamente invencible, que tiene la desfachatez de divertirse con lo que hace! Donde han quedado los buenos modales de la tribulación, enseñados por la prosa constipada de los más grandes: Don Tolstoi y don Fiodor se revolcarán en sus gélidas tumbas. Dónde han quedado las parcas deportistas bolcheviques que arrasaban cualquier competencia de atletismo, sin ni siquiera subir una ceja, sin un mínimo gesto humano, con la adustez militar fruto de su helado clima interno y externo.

Antes de La Zarina, las únicas atletas rusas que sonreían eran las bailarinas pigmeas o las siamesas del equipo de nado sincronizado. Pero era eso, una sonrisa sincrónica, mecánica y serializada. Todas riendo al unísono con una alegría coreografiada, sin vida espontánea sobre ese maquillaje pétreo a prueba de agua.

Yelena, desde arriba, grita como en medio de una gran fiesta en la playa. Yelena cae y de un solo rebote se incorpora de nuevo con euforia; y da un salto mortal y luego una pirueta y corre por la pista y desde ahora nunca se quita la sonrisa aérea que se encontró allá arriba. La risa de Yelena amplifica su belleza, como una lente de aumento divino de su rostro; y pone a bullir su tenacidad; es a la vez el método de propulsión que la impulsa.

¿Cómo diablos puede Yelena sonreír desde adentro? Inocente y conmevedora desde lo alto. Uno la ve y se figura una experiencia religiosa. Ya San Francisco decía que la risa era una forma para subir al cielo. Yelena, la Zarina, lo comprueba.



Yelena proyecta un aire hierático, y lo sabe. “I am a super estar”, dijo una vez mientras entrenaba, entre decenas de cámaras que la custodiaban. Y no para de pasarla bien, como la niña que en las reuniones familiares hace monerías frente a los orgullosos adultos. Yelena sabe que la miran y sin embargo sigue divirtiéndose tanto al levitar que no tiene tiempo de hincharse con vanidades.

Este día, 13 de agosto de 2013, en el estadio Luzhniki, La Zarina está en su reino. Más de 40 mil personas llegan para presenciar sólo un segundo, el único segundo que les interesa: el segundo en que Yelena se eleve por sobre la barda y desde allí arriba destelle el flash cegador de su sonrisa.

Yelena quiere desquite. En los dos mundiales anteriores no ha ganado nada. En Berlín se tuvo que ir sin un solo salto válido. Ahora es distinto, nadie se mete a su reino. Y acaba de anunciar que después de esto no salta más. Se va a retirar.

Una cubana y una norteamericana –dos países siempre presentes en la suerte de Rusia- la siguen de cerca. Quieren entrar a su castillo y desbancarla. Yelena no se preocupa. Ya en entrenamientos saltó 5,11 metros. Marca increíble que, si repite, va enviar a sus rivales a casa con un boquiabierto desconcierto que tardarán todo el camino de regreso en erradicar.

Yelena se prepara. La cámara se engolosina con los primeros planos a su rostro perfecto. Belleza de turbulento sosiego; belleza que se muestra a gritos entre su silencio, el cual dice tanto. Parecen instantes de una película de Bergman. Yelena estira sus palmas tiznadas y lentamente empuña la garrocha. Yelena balbucea. Empieza su rito. No para de hablarse en voz baja mientras mira al frente. Sus dedos siguen tanteando la pértiga. Se balancea, se mueve toda, menos su mirada, clavada ya en el obstáculo. De pronto nota algo externo y no le gusta. Sus ojos cristalinos se desempotran un momento del frente y ve a su alrededor, al estadio, a sus fanáticos; mira las tribunas y empieza a agitar las palmas arriba de su cabeza, pidiendo aplausos como una cantante de rock; la gente enardece. Yelena abandona su concentración y empieza a hacer gestos displicentes con una una mano en la oreja, mostrando que no oye nada, que le falta algarabía, que quiere más y reta a la gente, pidiéndoles euforia, pidiéndoles escándalo; no le gusta el silencio, no le gusta no sentirlos. El público, que aguardaba discreto en silencio, evitando incomodarla, se enloquece. Empieza una ovación ensordecedora, el estadio entero se vuelve un solo bullicio de apoyo. Están a sus pies. Yelena lo logró, no tiene miedo, no está nerviosa, no necesita silencio para concentrarse, está en su zona.

Emprende la carrera, como despegando al ritmo de los gritos de la gente, clava la garrocha en la tierra, esta se contrae. Yelena está subiendo ahora como un proyectil disparado hacia el cielo. Yelena pasa por encima de la barda, impecable y sobrada, y justo ahí, el destello, el fulgor de su sonrisa; sabe que lo logró, ni siquiera le hace falta caer. Yelena saltó 4,89. Les perdonó más de los demostrados 20 centímetros que pudo haber logrado. Y sin embargo ganó. Sus rivales no pueden en sus turnos. Es oro, es La Zarina. Yelena sonríe, Yelena se lanza al suelo, Yelena se levanta y va a abrazar a su entrenador. Yelena festeja en su reino. El estadio es ahora el sitio donde se presencia una especie de ceremonia de coronación y asunción. Yelena subió a los cielos: desde allá nos trajo la risa y no para de repartirla aquí, en la tierra, a los que no logramos levantarnos como ella.



Ya tiene el oro ganado, y sin embargo le quedan tres intentos más que puede usar si lo desea. Yelena, después de celebrar un rato, dice que sí, decide que los va utilizar para tratar de derrotarse a sí misma. Para desbancar a lo que más la trasnocha, a su pasado. Va a intentar romper el record y superar su mejor marca de antaño. La Zarina es obstinada y se tiene a sí misma como la peor de sus rivales. Pide el listón en 5,06. Empieza su seseo, de nuevo repite el espectáculo con el público, pide palmas, pide gritos, todas las cámaras robando de su belleza proverbial. Va el primer intento, toma carrera y se levanta. Pero sólo a medias, no llega a donde está el listón. De inmediato se incorpora y pide el segundo intento. Pero en este también algo sale mal y falla. El público no deja de apoyarla y aumenta el griterío. Prueba de nuevo, conseguirlo en la tercera oportunidad sería el mejor final feliz para el melodrama que ahora presencian millones en el mundo con ella como personaje central. Se levanta. Pero no lo logra, derriba la barda con su pierna.

Se acabó: Yelena lo deja. Se levanta y va a celebrar dando vueltas al estadio. Ya no importa. Se va porque precisamente quiere dejar de competir consigo misma. Yelena está celebrando su oro y desborda en alegría. Sin embargo, Yelena está triste, saboreando también una derrota por la que se va. Yelena perdió con Yelena. Pero así es la realeza, los grandes de verdad siempre se ven rebasados por su propia leyenda.

No importa. Yelena festeja. Después Yelena reitera que se va. Yelena dice que no vuelve a competir porque quiere ser mamá. Todos queremos ver a esa futura creatura venida de las entrañas mismas de la alegría. Yelena se va a divertir bastante. Pero Yelena tiene que volver. Yelena no es una carcajada fugaz. Yelena es una duradera sonrisa de enamorado que no se nos va quitar nunca de la cara.   


1 .:

Bayron dijo...

¡uy, ya somos 13!
pobre muchacha, espero que no sepa leer español para que no entienda toda la carga política que se le impone en tu tributo a su naturaleza brincona.

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