9 de marzo de 2015

ENTRE GUERRA SANTA Y REVOLUCIÓN.


¿Irán… para la izquierda?

Durante la primera mitad del siglo XX Irán fue un país zarandeado como trofeo de batalla por los imperios que siempre acababan ahí sus disputas. Lo ocuparon a su turno principalmente británicos y rusos con la excusa de las dos guerras mundiales o la amenaza que para el uno representaba el otro.

Hacia 1946 el espectro que recorría Europa se manifestó. El partido comunista iraní, denominado allá Tudeh, llegó a tener para esas fechas un tiraje de su periódico tres veces mayor que la prensa oficial del Shah, y se mostraba como la mayor fuerza política del momento. Vino entonces la mano alarmada de occidente para ocuparse de este exorcismo. El presidente Truman ideó todo un plan de dominio sobre las fuerzas armadas iraníes, con convenios de apoyo económico y táctico que buscaban americanizar el ejército. Después, en 1949, hubo un atentado contra el Shah y se culpó al Tudeh de ello. Vino una gran campaña de represión contra el partido. Lo cerraron, los comunistas fueron apresados o tuvieron que salir a buscar asilo en la Unión Soviética.

Occidente entonces recuperó la calma con Irán. Era su bonito almacén de oro negro. Eso hasta que llegó como primer ministro Mohammad Mosaddeq, que quiso nacionalizar todo el petróleo e implantar un discurso de defensa a su soberanía que llevó hasta las Naciones Unidas. Occidente se volvió a poner nervioso. Esta vez costó más recuperar la tranquilidad. Británicos y norteamericanos tuvieron que idear un minucioso plan que después sabríamos se llamó Operación Ajax -gracias a los testimonios que existen hoy día de boca de sus propios protagonistas- por medio del cual desestabilizaron al país y lograron un golpe de Estado que derrocó al nacionalizador rebelde y les devolvió a un bondadoso títere en el poder: Mohammad Reza Pahlavi. A quien de paso, además de ponerlo al mando, -al mando pero bajo su mando- le prestaron la mejor pedagogía de la CIA y Scotland Yard para fundar Savak, la feroz agencia de inteligencia que no permitiría en adelante más corcoveos ni amenazas de ese país al que le convenía se comportara como lo que debía ser para occidente: una enorme gasolinera disponible tiempo completo.

El nuevo Sha Mohammad Reza Pahlavi se iba a convertir, como lo anota el historiador Daniel Terán-Solano, en una especie de déspota ilustrado. Al principio instauró reformas sociales y libertades ciudadanas, promovió cierto pluralismo en la prensa, una reforma agraria y hasta restringió el uso del velo para la mujer. Pero poco después la modernidad anunciada se fue rezagando. Hoy día, dependiendo del bando, unos prefieren recordar más su faceta de déspota y otros la de ilustrado; sin que ninguno de esos dos perfiles consiga armar su propia cara sin el otro.

La cosa funcionó más o menos bien por varios años. Hasta los 70, cuando –problemas que no faltan- el sha empezó a equivocarse cada vez más en su función de cuidador del tanque de petróleo. El país iba al colapso y la represión descontrolada era ya la única manera de enmendar los errores del gobierno. El Savak llegó a encarcelar a cien mil personas. El títere se desmoronaba, los grupos rebeldes se fortalecían y, mientras tanto, crecía cada vez más la veneración popular por un insoportable ayatolá con el que nunca se había sabido bien qué hacer. Lo encerraron, lo trataron de asesinar, lo echaron a Irak, de allá lo expulsaron después y lo obligaron a huir a Francia. Pero su popularidad crecía, y con ella, las ansias de una modernidad que se sentía ya impostergable. Era el ayatolá Jomeini, que pronto se volvió el símbolo de una revolución que finalmente derrocó al títere, para desdicha de ingleses y norteamericanos que ya no supieron qué hacer con sus nervios y tuvieron que llevar sus coches a llenar a otras estaciones de servicio del mundo.

Jomeini adoptó entonces la imagen de centro espiritual y líder máximo de la gesta de expulsión de los invasores. Al regreso triunfante a su país, se cuenta que fue recibido por más de 6 millones de personas. El suceso fue celebrado y apoyado en todo el mundo por parte de los países y grupos políticos no alineados con el imperio británico y norteamericano. Era la muestra de que los colosos invasores eran vulnerables también en Oriente. Y a pesar de las previas revoluciones triunfantes en Libia, Egipto y Argelia, ninguna tuvo el calado y la celebración mundial de ésta.

Fue entonces, quizás ahí, en este momento,  cuando se dio origen a un ambiguo mensaje que pervivirá hasta hoy: la idea de que toda revuelta islámica contra los proyectos hegemónicos de occidente, es a la vez una empresa libertaria con la cual siempre debe identificarse la izquierda mundial.

Digo ambigua porque así fue el desarrollo de ese frustrado entusiasmo iraní. A la par de las voces de apoyo de los progres del mundo, Jomeini pronto pudo menguar y reprimir a los demás sectores participantes de la revolución y hacerse al timón absoluto de ella, hasta llegar, como líder máximo, a fundar y consolidar la República islámica de Irán. La que para ciertos sectores de la población resultó ser un peor antídoto. Para las mujeres por ejemplo, -que hacía ya más de veinte años tenían derecho a votar- desmedraron sus libertades básicas, -empezando por la de vestirse-. También llegaron las nuevas fatwas, y con ellas el látigo, la piedra y la amputación de miembros como recursos legales. La disidencia política se satanizó igual o peor a como se venía haciendo. Ante las primeras huelgas, el Ajatola mandó reprimir y desintegrar los shoras, comités sindicales que manejaban muchas fábricas del país. Y esto lo hizo increíblemente con la ayuda efectiva del Tudeh, que colaboró en la represión y los tachó de antirrevolucionarios por oponerse al naciente gobierno.

La gran revuelta iraní en contra de la hegemonía de occidente que salía victoriosa, para gozo de la izquierda mundial que veía a su eterno enemigo caer, mostraba que la consecuencia natural no iba a ser precisamente que el victorioso adoptara los esperados ideales libertarios. Sin embargo, el desencanto se matizó y el apoyo a Jomeini se mantuvo, aún en su peor época, prácticamente por todos los partidos comunistas del mundo, por lo menos hasta el colapso de estos con el fin de la guerra fría. Como lo señaló David Karvala:

“La caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS conllevó la caída en picado de los partidos comunistas. Esto sucedió tras una larga lista de desastres, de la cual el de Irán fue sólo un ejemplo. En país tras país, los partidos comunistas habían seguido ciegamente a un “líder antiimperialista” —como Gamal Nasser, o más tarde Sadam Husein— sólo para ver cómo éste traicionó estas esperanzas y reprimió a los comunistas.”

Y tal vez hasta mucho después de la caída del muro. Pues incluso para 1994, Chris Harman, un destacado líder británico del Socialist Workers Party, escribió un artículo de gran popularidad, de nombre El profeta y el proletariado. Allí cuestionaba la idea de un fundamentalismo islámico y planteaba una mirada hacia el Islam, no desde la religión, sino desde la idea de lucha de clases marxista. Advertía que la religión, incluso en este caso, no deja de ser una ideología, esto es, un mecanismo deformador que esconde los verdaderos motivos materiales y sociales que han llevado al levantamiento y la insurgencia de los pueblos árabes. Por lo que proponía entonces dividir al islam en varias clases en conflicto, desde antiguos y nuevos explotadores, hasta las clases pobres y medias que también allí existían, y con las que era necesario solidarizarse mundialmente. De ese modo, revoluciones como la iraní se justificaban cuando favorecían esas clases y la resistencia al imperialismo era sin discusión la primera muestra de ese favorecimiento. Su conclusión era la siguiente:

“Pero esto no quiere decir que podamos tomar una postura abstencionista e indiferente respecto a los islamistas. Éstos surgen de grupos sociales muy numerosos que sufren bajo la sociedad actual. Sus deseos de revolución podrían ser canalizados hacia objetivos progresistas, si estuvieran inspirados por un ascenso de luchas obreras. Incluso cuando el nivel de luchas no crece, muchos de los que se sienten atraídos por versiones radicales del islamismo pueden ser influenciados por los socialistas revolucionarios, siempre y cuando éstos combinen una independencia política, en relación a todas las formas de islamismo, con una voluntad de aprovechar las oportunidades, para atraer a individuos islamistas hacia formas de lucha auténticamente radicales.”

(…)

“Sobre determinadas cuestiones estaremos en el mismo campo que los islamistas; contra el imperialismo y contra el Estado. Fue el caso, por ejemplo, de un gran número de países durante la Guerra del Golfo. Debería ser también el caso de países como Francia o Gran Bretaña cuando se trata de combatir el racismo. Allí donde los islamistas están en la oposición, nuestra regla de conducta debe ser: "con los islamistas a veces, con el Estado nunca".

Por eso, y a pesar de sus desafueros ya evidentes para entonces con las libertades civiles, cierto sector de la izquierda mundial, por el infalible método de usar lo negativo para definir lo positivo, siguió solidaria con la revolución de Irán, en tanto era a la vez enemiga y obstáculo para la petulancia de las democracias del primer mundo y sus fauces coloniales. Mientras al tiempo, algunos sectores comunistas trataban de conectar la idea yihadista de “guerra santa” con la de “lucha de clases”. Lo cual no era nuevo. Ya desde 1920 los triunfantes bolcheviques celebraron en Anzerbaiyán el Congreso de los pueblos del Este. Y allí se llamó a “una guerra santa contra el imperialismo”:

“A menudo habéis oído de vuestros gobiernos la llamada a la guerra santa; habéis marchado bajo la bandera verde del Profeta, pero estas guerras eran fraudulentas, sirviendo sólo a los intereses de vuestros dirigentes… vosotros, los campesinos y trabajadores, seguisteis en la esclavitud y la pobreza tras estas guerras. Ahora os convocamos a la primera guerra santa de verdad… por la liberación de toda la humanidad del yugo de la esclavitud capitalista e imperialista, por el fin de todas las formas de opresión de un pueblo por otro y de todas las formas de explotación…”

El apoyo seguía y se extendía a todas las latitudes que buscaban asimilar la causa de los oprimidos por la conclusión sencilla de que si se trataba de un mismo invasor, debía también tratarse de una misma resistencia. En América Latina, por ejemplo, cuando después del triunfo de la revolución sandinista, el sacerdote, poeta y entonces ministro Ernesto Cardenal visitó al ayatola Jomeini, declaró: “Tengo la impresión de haber conocido a un santo. Pero un santo que cree en la guerra santa como yo también creo. Claro que la guerra santa no es la guerra entre religiones sino la guerra de los oprimidos contra los opresores.”

Con Irán entonces, se posicionó entre el comunismo la idea de que toda revolución en el mundo que se opusiera al imperialismo de occidente era la misma y única revolución de las clases oprimidas contra el capitalismo. Y que era tarea deber apoyar toda revuelta en contra del avance norteamericano. El marxismo, por lo menos en su faceta política -que no es la única- apelaba desde sus inicios a la cohesión de su causa bajo las banderas del proletariado que no tenía fronteras. “Nada tienen que perder, salvo sus cadenas”. Y más adelante la idea de lucha de clases se mostró como una máxima que unificaba toda lucha contra la explotación. También otros personajes de la línea, como el mismo Che Guevara, hablaban del Hombre Nuevo para mostrar la confluencia de causas, y cómo las luchas del mundo eran identificables y agrupables dentro de la misma y única gran pretensión mundial. Su vida misma era la muestra de que la lucha en Cuba era la misma que en el Congo. Ese asimilar causas trató incluso de superar el choque de las dos grandes civilizaciones, y volver las violencias de oriente y de occidente, la misma, única y necesaria revuelta contra los explotadores. El pegamento práctico para semejante entronque de teorías seguía siendo Irán.

Aunque esa asimilación de causas y coherencia de mundos fuera cada vez más difícil de justificar por culpa de los desafueros de Jomeini, que ya para 1983 la emprendió contra el Tudeh. El mismo partido que había sido vital para la caída del anterior régimen, el mismo que sin explicación ayudó a reprimir los sindicatos a la llegada de la nueva República islámica, ahora corría la misma suerte de décadas atrás, y como en los pre revolucionarios tiempos del Sha, volvía a ser declarado ilegal y acusado de “actividades insurgentes filo soviéticas”. Su propio Secretario General fue obligado a confesar sus delitos al país ante las cámaras de televisión. Jomeini llegó a declarar que: “América es el gran Satán. Inglaterra peor que América. América peor que la Unión Soviética, y la Unión Soviética peor que los dos.”

Ante este nuevo divorcio de lo evidente, se empezó a usar la idea del multiculturalismo para justificar el no alineamiento iraní, y en todo caso, justificar también la confluencia de intereses que seguían en pie. Se formulaba entonces el natural llamado de atención que exige respeto con las sociedades ajenas y extrañas. Y el derecho que tienen los señores del medio oriente de hacer la revolución “a la musulmana”, sin juicios de valor de nuestra parte que pretendan jerarquizar las diferencias.
El historiador marxista Eric Hobsbawm, por ejemplo, advirtió sanamente que la peculiaridad de esta revolución era el haber sido la única de la modernidad que no se gestó en los principios de la ilustración europea,  como sí lo fueron, en mayor o menor medida, las revoluciones republicanistas, nacionalistas o socialistas.  La revolución iraní entonces, no necesitó ser parienta, ni lejana, de la revolución francesa, y por tanto, era necesario entender sus propias lógicas, sin desacreditarla o alejarla de las reivindicaciones de la izquierda mundial.


-Salman Rushdie y el preludio de Charlie Hebdó.

Pero pronto los apetitos represivos del Ajatola Jomeini le quedaron grandes a su país y traspasaron fronteras. Vino así unos de los mayores escándalos internacionales en cuanto a censura al arte. Empezó a ordenar quemas de libros adentro y afuera de Irán y, a finales de los 80, y poco antes de morir, calificó de hereje la novela Los versos satánicos, del –por eso mismo ahora famoso- escritor indio inglés Salman Rushdie, y ofreció a todos sus fieles del mundo la tentadora cifra de un millón de dólares a quien le llevara su cabeza.

La sentencia de muerte hizo que Rushdie se retirara de la vida pública; y los hechos le mostraron que no iba a estar seguro en ningún tiempo ni espacio. Con los años, varios de sus traductores y editores internacionales sufrieron atentados o fueron asesinados en Japón, Italia y Noruega.

Rushdie era también un simpatizante de causas como la de Nicaragua, -la misma en donde Cardenal conocía santos- a la que le dedicó todo un libro de viajes que escribió cuando la visitó en el séptimo aniversario del triunfo de la revolución sandinista. Además siempre había protestado contra la persecución palestina y la expansión del sionismo. Tal vez por eso, para el momento de su condena, esa izquierda veleidosa de siempre se vio en una terrible disyuntiva entre si irse a favor del poderoso enemigo de mi enemigo, que ponía a tambalear al coloso a vencer, o mejor apoyar al poco importante amigo de la causa que escribía libritos inofensivos pero enojosos. Apoyar al enemigo de mi enemigo, o apoyar a mi amigo que hizo enojar al enemigo de mi enemigo.

Las opciones se repartieron. Y para estupor de algunos hubo cierto sector de la izquierda que se fue contra Rushdie, y se dedicó a insinuar justificaciones al proceder del ayatolá. La conmoción ante esta decisión fue tanta, que personajes de la talla del gran ensayista inglés Cristopher Hitchens tuvieron que volcarse a escribir sobre ello para entenderlo. Así lo dijo él en su artículo Polémicos ecos del caso Rushdie. Cuenta allí cómo, entre las reacciones ante la sentencia de muerte para su amigo, en primer lugar estaba ese sector conservador que adoptó la predecible actitud de aprovechar el suceso para sacar alguna retaliación al incómodo escritor que estaba en las antípodas de su ideología:

Había algunos que pensaban que Salman merecía ese castigo de un modo u otro, o en todo caso se lo había buscado,” y por tanto “…parecían disfrutar con el hecho de que ese amigo indio y radical de Nicaragua y los palestinos se hubiera convertido en víctima del «terrorismo».”

Cuenta también Hitchens, que más o menos iguales fueron los pronunciamientos hechos en su momento por las autoridades religiosas del mundo:

“(Mientras tanto, en un ejemplo poco atractivo de lo que llamé «ecumenismo inverso», el arzobispo de Canterbury, el Vaticano y el rabino jefe sefardí de Israel emitieron declaraciones que decían que el principal problema no era la oferta de pago por el asesinato de un escritor, sino el delito de blasfemia. El rabino jefe de Gran Bretaña, Immanuel Jakobowitz, en busca de una síntesis más elevada de fatuidad, entonó que «tanto Rushdie como el ayatollah han abusado de la libertad de expresión».) Esa clase de comentarios eran de esperar, al menos en parte. Rushdie era de izquierdas; había contribuido a perturbar el statu quo y debía esperar la desaprobación de los conservadores.”

Sin embargo, añade, la real sorpresa del asunto se dio cuando esas esperadas reacciones pronto empezaron a parecerse a las opiniones de los ubicados en el otro bando político. En el mismo lado de Rushdie:

“Más preocupantes me parecían los que pertenecían a la izquierda y adoptaban casi el mismo tono. Germaine Greer, que siempre ha sido terrible en estos casos, volvió al foro para defender ruidosamente los derechos de los que quemaban libros. «El caso Rushdie -escribió el crítico marxista John Berger unos días después de la fatwa - ha costado varias vidas humanas y amenaza con costar muchas más.» Y «el caso Rushdie -escribió el profesor Michael Dummett de All Souls- ha hecho un daño indecible. Ha intensificado la alienación de los musulmanes que viven aquí. Se ha inflamado la hostilidad racista contra ellos».

En sus diarios, el líder de la izquierda laborista Tony Benn registraba un encuentro de miembros de opiniones similares el día después de la fetua, y citaba la contribución de uno de los primeros parlamentarios negros de Gran Bretaña:
“Bernie Grant no paraba de interrumpir, decía que los blancos querían imponer sus valores en todo el mundo. La Cámara de los Comunes no debería atacar otras culturas. No estaba de acuerdo con los musulmanes de Irán, pero apoyaba su derecho a vivir su propia vida. Quemar libros no era un asunto importante para los negros, sostenía.”
En el fondo, cuenta Hitchens, para no hacer una condena vehemente, la izquierda apelaba a eso que aquí llamarían ahora “el contexto”, y exhibía los imperativos de tolerancia a la multiculturalidad, de necesidad de quitarse el sesgo occidentalizante al examinar esta clase de conductas tan distintas, y la incapacidad de juzgarlas sin atender a los factores que los hacen ser así, por incomprensibles que nos resulten.
Una defensa al multiculturalismo, que olvidaba en todo caso, que también había fanatismo de por medio, cuya decisión de asumirlo sí merecía ser cuestionada sin el escudo de la tolerancia étnica. Como anota Hitchens: Ahí vimos la introducción… de una confusión obstinada y grosera entre la fe religiosa, que es voluntaria, y la etnicidad, que no lo es.” 
Finalmente, concluye advirtiendo lo que hoy día seguimos notando: “En aquella época entendía vagamente que esa clase de «izquierda» posmoderna, aliada en cierto modo con el islam político, era algo nuevo, aunque no perteneciera exactamente a la Nueva Izquierda.” 
Bajo la égida entonces del multiculturalismo, la izquierda pregonó el sano respeto a esos otros mundos que no merecían encuadrarse en el molde de occidente. Con lo cual se acertó en predicar la sana convivencia con árabes y musulmanes. Pero al mismo tiempo, se buscó camuflar al fanatismo dentro de las respetables diferencias étnicas, y así justificar, o por lo menos atenuar, las condenas de Jomeini, las empresas de la Yihad o las operaciones de los demás grupos fundamentalistas.

-Un iraní en la república bolivariana.
Mencioné que Rushdie simpatizó con el sandinismo. Debo repetirlo ahora para meter al Caribe en el tema. Porque muchos años después de su condena, por paradojas de la historia, esa ambigüedad entre la izquierda y las causas islámicas iba a tener un nuevo capítulo ahora en estas latitudes.
Quince años después de muerto Jomeini, en el año 2005 Irán escogió como presidente a Mahmud Ahmadinejad; quizás el menos revolucionario de todos los dirigentes de la revolución iraní.  El gobierno estadounidense de entonces lo matriculó de inmediato con el ridículo mote de miembro del “eje del mal” junto con Venezuela y Corea del Norte. 
Ya en el año 2009, El presidente Chávez, de Venezuela, invitó a Ahmadinejad a su país y le celebró un homenaje de héroe a su llegada. En medio del agasajo y el recibimiento, en el discurso que le dedicó, dijo que las banderas de Venezuela e Irán eran “libres y revolucionarias” y lo llamó un “gladiador antiimperialista.”
Ahmadinejad no era sólo el heredero de esa clase dirigente que condenó a muerte a un escritor. Tenía ya para entonces un prontuario que dejaba ver una curiosa noción de libertad. Ese mismo año había ganado las elecciones de nuevo, y lo celebró declarando públicamente que agradecía el haber sido elegido con una “democracia basada en la ética”, contrario a las democracias occidentales que “se apoyaban en los homosexuales para ganar más votos.” -Ya antes, en Columbia, se había jactado de castigar con pena de muerte la homosexualidad en su país, por lo cual celebraba que en Irán “no existe ese fenómeno, como aquí.”- En ese mismo año, 2009, el gobierno iraní había condenado a muerte por lapidación a cientos de mujeres, y este “gladiador”, había aprobado la reforma al código penal iraní que imponía como pena por fornicación para las mujeres, cien latigazos, y setenta y cuatro para aquellas que no llevaran el velo islámico.
Poco antes de su visita a Venezuela para recibir su homenaje de gladiador por la libertad, Ahmadinejad había reprimido con ferocidad una sublevación popular en su país, apoyado por varios partidos comunistas mundiales quienes tachaban a los agentes de ese revuelta de adláteres de occidente, y ese primero de mayo, día que en la Venezuela de Chávez se celebraba con toda una estampida de trabajadores marchando en la calle, entre agasajos y loas, la policía de Irán había llenado cinco furgonetas con detenidos que se atrevieron a  conmemorar esa fecha en el parque Laleh de Teherán, y condenó a latigazos a Sussan Razani y Shiva Kheirabadi, por fraguar y liderar la idea de conmemorar el día del trabajo en ese país.
El régimen de ese gladiador, sólo en 2011, se calcula que ejecutó unas quinientas personas por crímenes de adulterio y apostasía. Ese mismo año ambos presidentes volvieron a  reunirse, y dieron una declaración conjunta, en la que Chávez de nuevo lo exalto, poniéndolo como ejemplo mundial en la tarea común que según él tenían de: “frenar la pretensión del imperio yanqui de controlar el mundo.”
De nuevo, quizás, no se decía nada de los desmanes de Irán, por eso de respetar la cultura ajena y dejar que ellos hagan la revolución a la árabe. De nuevo, quizás también, convocaba más y creaba más afinidad los afanes destructivos que los constructivos. De nuevo primaba la idea del mismo enemigo. La mejor forma de cohesionar e identificarnos como “nosotros” es juntándonos en razón de “ellos”. Sigue gustando más la opción negativa de desafiar a un enemigo común, que la positiva de promover los mismos principios comunes en las sociedades que se gobiernan.

Artur Koestler decía que en el temperamento revolucionario siempre van a existir dos pulsiones que lo sostienen. Y que en cada persona, primará la una o la otra. La primera sería esa pulsión que te anima a ser revolucionario por el desprecio al estado de cosas presente. La fobia a la realidad actual. La segunda, sería esa pulsión que te hace revolucionario, no por el desprecio de lo actual, sino por las ansias y la fe del futuro mejor, no por el arrojo de destruir lo presente, sino por el de poder construir un algo distinto que lo mejore. El amor a lo que vendrá, por sobre el odio a lo que hay. Sin embargo, será más popular las primera de esas pulsiones. Y sobre todo mucho más útil para sembrar unidad. La idea del odio en común por lo tangible, por sobre la del amor compartido por lo que todavía no se materializa.  El antiimperialismo es un recurso mucho más eficaz para generar afinidad que el chequeo sobre si se comparten o no los mínimos principios sociales con que ambos gobiernan o gobernarían. Tal vez olvidando, acaso, cómo la única tendencia de un gobernante que puede soportar y confundir cualquier ideología es el despotismo, que en este caso tampoco entiende de orientes ni de occidentes.


-Charlie Hebdó, o Salman Rushdie II, o Irán III.

Y así llegamos ahora a enero de 2015 y la masacre en París donde murieron seis miembros del equipo de la revista Charlie Hebdo. Al ver las reacciones que la izquierda y la derecha publicaban al tiempo, y su alarmante similitud, debo confesar que sentí un desconcierto que por alguna razón se me hacía familiar. Entonces volví a leer el ensayo de Hitchens. Mi pasmo aumentó. Con la masacre de los caricaturistas ocurría exactamente la misma escala de reacciones por los representantes de las mismas ideas, y en el mismo orden que él había descrito décadas atrás. Las máximas autoridades de la derecha, del clero y de la izquierda, adoptaban similar posición.

En primer lugar, vino la predecible salvedad de la ultraderecha francesa, en cabeza de su papa, el señor Le Pen, quien matizaba el rechazo a la masacre explicando que en todo caso, Charlie Hebdo era una revista imposible de apoyar porque era dominada por una inclinación “anarco-troskista”.

Y en la misma lógica que había asombrado a Hitchens años atrás, cuando las autoridades religiosas reprocharon más la blasfemia que el atentado contra Rushdie, ahora, en nuestro tiempo, el aclamado papa Francisco salía a repetir con calco la historia. Y en su viaje a Asia, afirmó desde allá que en todo caso, lo preocupante era que esa revista había abusado de la libertad de expresión, que este derecho tiene límites, como el no poder usarse en contra de la fe de los demás, y tomando al asistente que siempre lo acompaña, Gasbarri, como objeto didáctico a su explicación sacó un peculiar razonamiento: “Es verdad que no se puede reaccionar violentamente, pero si Gasbarri, gran amigo, dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. ­¡Es normal!”  

Finalmente, como culmen del desarreglo, vino la reacción de la izquierda. Y sirve como ejemplo la izquierda colombiana y sus medios de prensa, que conocen, como pocos en el mundo, lo que es la satanización y la persecución y el exterminio. Sin embargo, el mismo día en que enterraban a las víctimas de la masacre en París, medios como Prensa Rural y Voz, difundieron artículos como el del señor José Antonio Gutiérrez, quien desde el exilio afirmó en escrito de título Yo no soy Charlie, y luego reiteró en otra más extensa réplica, que esa revista era “Un monumento a la intolerancia, al racismo y a la arrogancia colonial” ya que contenía “Mensajes cuyo propósito implícito es justificar las invasiones a países del Oriente Medio…”

En la lógica del señor Gutiérrez, en las sátiras de revistas como esta se alberga una “agresividad que lejos de ser discursiva, se refleja en ataques contra miembros de la comunidad árabe europea…” Lo que obligaría a tener que matizarse la libertad de expresión, pues “la violencia discursiva va de la mano de una violencia real” y en su sentir: “Hay sensibilidades insoslayables cuando se hace mofa de un sector vulnerable de la población.”

Los marginados entonces, los humillados y ofendidos, deben ser intocables por la sátira y la comedia  al parecer. Ya suficiente tienen con la injusticia que pesa sobre sus hombros, para que el arte también se ponga en su contra. Más esa pornográfica revista con sus figurines escatológicos que al parecer son el centro del repudio merecido que el autor reclama. Olvidando de paso que, quiéranlo o no, uno de los soportes de la ilustración francesa fueron también los dibujos como los de María Antonieta follándose al pueblo, y que por esa vía, Charlie Hebdo es tan hijo de la ilustración como esos valores igualitarios que ahora el columnista reclamaba para con los oprimidos.

Remataba el señor Gutiérrez diciendo que: “Tampoco el artista puede disociarse totalmente de responsabilidad ante su obra… Ya sé que en el mundo post-moderno en que habitamos, de individualismo rabioso, hablar de “responsabilidad moral” es casi que una palabra sucia. Pero prefiero este lenguaje que para algunos sonará anticuado, al egoísmo anti-social que se nos inculca mediante los aparatos ideológicos del sistema…”

Pero esos llamados de responsabilidad, siempre tienen problemas al ser conciliados con la natural libertad que ha de tener el arte para poder respirar. Y nos mete en embrollo de quién decide cuál ha de ser el nivel de esa supuesta responsabilidad, pues esa siempre ha sido la vía para abrir la caja de pandora que termina sacando al despotismo para amarrar la creación artística.

Por poner un ejemplo a lo que podría pasar si abrimos la puerta de la supuesta responsabilidad para el arte, el límite a la libertad de expresión, y el deber de no usarla en contra de los que se consideran oprimidos, pues entonces no sería disparatado pensar en el disparate de contradecir al propio señor Gutiérrez  cuando dice que: “Esa es la diferencia entre el humor de Charlie Hebdo y el de, por ejemplo, Quino, humorista político fino, que jamás ha tenido que recurrir a la vulgaridad sensacionalista, ni al “todo vale”, ni a burlarse de los excluidos, para generar reflexión y pensamiento crítico…”

Si asumiéramos esa lógica insólita de que la obra de Quino es buena sólo porque no se burla de los excluidos, yo podría replicarle, y anteponerle, con ese mismo moralismo, por ejemplo, las tiras de Mafalda, donde el buen Manolito trabaja en la tienda de abarrotes de su papá, y se rebela a ir a estudiar y es maltratado y golpeado muchas veces por sus progenitores. ¡Entonces Quino apoya la explotación infantil! ¡Quino se burla de los niños que tienen que trabajar por la crueldad de sus padres! ¡De la infancia golpeada! Quino se olvida del gran problema de abandono infantil que existe en Latinoamérica y su violencia discursiva aguza la real. ¡Quino sería un monumento a la intolerancia infantil!

Esas conclusiones absurdas, son el peligro, de quien abre la puerta para autorizar bozales al arte. Las prohibiciones son como esa abeja que al parecer se ve solitaria, y sólo está anunciando la llegada del enjambre. Las prohibiciones siempre llegan en oleada, y basta la primera, en este caso el primer óbice a la libertad de expresión, para que las nuevas interpretaciones sobre lo que puedan entender por excluidos o no, se traten de imponer por absurdas que se presenten. Y atenuar masacres de lunáticos, como la de Charlie Hebdo, desechando  lo que muchos entendemos como la savia de la izquierda, que es el derecho a la crítica, la cual ahora se vuelve un valor externo y sinuoso que hay que matizar, sólo puede dejarnos ingratamente sorprendidos. Como lo anotó Mario Jurisch, en su réplica a los artículos de Voz:

 “Lo que más me ha desconcertado… es que sólo por tomar partido en esta discusión un número inmenso de personas está dispuesta a renunciar alegremente a conquistas que han costado siglos. Usted sabe tanto como yo que la blasfemia –es decir, el derecho a poner en duda a Dios, el derecho a poner verdes a los poderosos, el derecho a disentir de las opiniones autorizadas– ha sido una seña distintiva de la izquierda en toda su historia. Sin embargo, ahora resulta que un buen número de los autoproclamados izquierdistas no sólo está de acuerdo con imponer nuevos límites a la libertad de expresión, sino que encima quiere someternos a los más férreos designios de la corrección política.”



Lo peor es que en Colombia esta historia se había vivido ya. Hace cerca de quince años también vinieron las reacciones que atenuaron la muerte de un satírico político: que por irresponsable en sus juicios, que por no saber leer el contexto, y por meterse con fuerzas que no entendía. Esos mismos tacharon de irresponsable a esa persona y por esa vía matizaban la libertad de expresión, que mal empleada le había costado la vida. Hablo de Jaime Garzón, que murió a manos del paramilitarismo en este país, pero que más allá de banderas, sirve como ejemplo por ser una víctima más de los extremos que, también contra el arte, se juntan. Ninguna guerra es santa; tampoco todas son revoluciones.



1 .:

... dijo...

Respecto a lo Rushdie y Charlie Hebdo me parece que las situaciones generaron un debate desenfocado puesto que desplazaron la atención sobre la violencia y su uso -su reprochabilidad o legitimidad- hacia el tema de los límites de la libertad de expresión; y pareció que el debate era hasta qué punto era válido ofender a otros bajo la bandera de la libertad de expresión y no sobre lo repudiable de la violencia "fundamentalista". Lo particular es que en ambos casos hay un tono de confrontación entre el occidente liberal y un supuesto oriente irracional, como si quienes atacaron la revista representaran a los musulmanes del mundo, y como si quienes se sintieron ofendidos por Los versos satánicos estuvieran de acuerdo con la fatua de Jomeni. Si se vislumbra esa diferencia, como creo lo hace Bhikuh Parekh, esos casos sí podrían tomarse como ilustrativos de las tensiones entre multiculturalismo y liberalismo, de lo contrario creo que la discusión está en dos planos analíticos distintos.

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