Ahora, mientras todo
el año Estados Unidos ha hervido con protestas masivas de la comunidad negra;
mientras declaran un toque de queda en Baltimore, la ciudad donde murió Poe;
mientras aumentan las ya docenas de jóvenes negros muertos a manos de policías,
quienes luego son suspendidos con sueldo y luego absueltos por eso que allá
llaman el gran jurado; mientras cada nuevo caso de esos supera en alarma al que
se tenía por peor; mientras un hombre negro muere sofocado por un policía que
le aplica una llave de candado al cuello, en frente de una cámara que lo graba
todo; mientras otro adolescente negro desarmado recibe doce tiros de un agente
que le dispara desde su patrulla “en defensa propia”; mientras otro niño negro juega
con una pistola de juguete en un parque hasta que un agente llega y le dispara
de lejos, creyéndolo un criminal; mientras Freddie Gray, otro joven negro,
muere en un hospital con el 80 por ciento de su columna vertebral misteriosamente
destrozada después de un procedimiento “normal” de captura; mientras el número
de gente negra detenida en las cárceles norteamericanas se acerca cada vez más
al 40 por ciento del total de presos del país. Mientras todo eso ocurre, yo
recuerdo dos imágenes.
Y vienen a la memoria
para desalentar. Para mostrar que a veces confundimos el movimiento con la mera
convulsión. Para mostrar que a pesar de toda el agua corrida abajo del puente,
se sigue en el mismo estanque. Y que del agua estancada, decía Blake, sólo se
puede esperar veneno.
La primera imagen que
se me viene a la cabeza es la fotografía de Emmett Till. Esta:
Un chico negro, del Chicago
de los años 40, insinuando una sonrisa pícara con unos ojos llenos de cierta
chispa. Emmett Till murió cuando tenía apenas 14 años mientras pasaba vacaciones
en el delta de Misisipi. Se atrevió a decirle un piropo a una joven blanca. Algunos
incluso dijeron que no pasó de un silbido cuando la vio pasar. Lo secuestraron,
le sacaron un ojo, le dispararon en una oreja, le hacharon el cuerpo y lo
arrojaron el río con una maquinaria pesada atada por un alambre de púa a lo que
quedaba de cuerpo, para que se hundiera.
Cuando por fin lo
encontraron, días después, y le hicieron las exequias, la madre no dejó que
cerraran el ataúd para mostrar a todo el mundo la infamia espeluznante. El escándalo
logró cierto renombre nacional. Tanto que propició algo insólito: investigar el
hecho y acusar a unos responsables por hacer algo que se hacía normalmente y
sin ninguna represalia como era matar negros.
Se llevaron a cabo
dos juicios contra Roy Bryant, el esposo de la joven a la que Emmett se atrevió
a mirar, y varios de sus secuaces. En ambas ocasiones el gran jurado los
absolvió. A pesar de que el mismo Bryant iba a admitir que lo mató por haberle
hablado a su esposa blanca, en una entrevista que dio para la revista Look en
1956, y por la que cobró 4000 dólares.
Hace poco, 50 años después,
cuando los responsables ya estaban muertos, el gobierno, en un acto ridículo y
afrentoso, quiso exhumar el cadáver del muchacho, para determinar la responsabilidad
de los asesinos en una intención simbólica que sin embargo se recibió como un
insulto.
El caso de Emmett
Till sería apenas una anécdota silenciosa de difícil recordación, si Bob Dylan
no lo saca del olvido, y con la gala de ser quizás el mejor poeta de la lengua,
le escribe una canción: The death of Emill Till. En ella acaba diciendo que: “This
song is just a reminder to remind/ your fellow man/ that this kind of thing still lives today in that
ghost-robbed Ku klux klan.”
La otra imagen que recuerdo, fue de años
después. 1968. Cuando las barricadas en París y las carnicerías de Praga y ciudad
de México. A la par con esto, y en esa misma ciudad, en México, se celebraron
los juegos olímpicos. En la prueba de atletismo de los 200 metros, trasmitida
al mundo entero por la recién estrenada televisión, un joven negro de 23 años,
criado en las calles de Harlem, John Carlos rebasó a todos su rivales y ganó el
primer lugar con mucha facilidad, seguido por su compatriota Tommy Smith,
también negro.
Minutos después de la prueba vino la
ceremonia de premiación. Recibirían la medalla, mientras la bandera
norteamericana se izaba con poderío y sonaba el himno. Pero algo rompió el
aburrido protocolo. Los dos chicos negros subieron al podio descalzos, para
recordar su origen humilde, y mientras oían el himno, inclinaron la cabeza y
levantaron su brazo, calzando en la muñeca un guante negro empuñado, símbolo
del poder negro. Era su discreta y contundente forma de dejar al descubierto
los vejámenes de un país que mataba a los de su misma raza que no podían correr
tan rápido como ellos. Como lo llegó a escribir el famoso Dany Conh Bendit, fue
la primera vez que dos negros americanos le gritaron a toda la raza blanca: We
won´t Kiss asses anymore! Aquí la
imagen:
Pero la pagaron caro. John Carlos fue el de
la idea. Convenció a Tommy Smith poco antes de la premiación y le prestó su
guante. Nunca volvió a correr. A la vuelta a su país lo despreciaron. Atacaron a
su familia. Lo expulsaron de su ciudad y
se ocuparon de no dejarlo trabajar en adelante en ninguna parte. Fue por mucho
tiempo uno de los hombres más odiados por los norteamericanos. Muchos años
después, hablando de esta terrible época, declararía que: “Fue duro, mi familia
y yo tuvimos hambre, pero no lamento nada. Fue necesario hacer comprender a mis
compatriotas que ellos no podían comprar a los negros con chupetes o medallas
olímpicas.”
Ahora, tantos tiempo después, mientras la
tierra de Poe sigue convertida en campo de batalla, nos damos cuenta que John
Carlos tenía razón. Y también Dylan. Ambos la tenían. Porque hoy día sigue revoloteando el fantasma robado del
Ku kux klan, aún bajo el gobierno del primer negro en la historia
norteamericana. Esta vez hizo falta más que un chupete o una medalla. Fue necesaria
la presidencia. Aunque con eso bastó para en todo caso comprarlo. Por extraño
que parezca, eso se puede tomar también como un avance. El agua corre, aunque
sigue envenenada.
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