Esta no es una diatriba contra el escritor. En esa faceta, la única duda a tener sobre Mario Vargas Llosa es qué puede ser mejor. Si esa colosal obra de La guerra del fin del mundo, o la lucidez de Conversación en la catedral, o los guiños eróticos del Elogio de la madrastra, o la sapiencia casi profética de la Historia de Mayta, o cualquier otro de esos personajes suyos siempre fanáticos y compulsivos, plasmados en contornos perfectos que uno termina queriendo y padeciendo.
El problema son
sus otros muchos y ahora predominantes papeles, que provocan que nos pase los
que le pasa a la mayoría de sus entrevistadores, que lo ponen hablar de
política, de Maduro, de María Corina, de alguna guerra actual, de las últimas
elecciones de cualquier país, de Isabel y, finalmente, en la última pregunta y
como recordando a última hora que también es algo más, lanzan para concluir un:
¿qué está escribiendo ahora?
Porque Vargas Llosa hoy parece
tener que ser muchas cosas antes de ser el enorme escritor que es. Una de ellas
se engendra en su tentación por el activismo político, ese síndrome de Víctor
Hugo, como lo llamó alguien, que provoca que ciertos literatos se asuman
también como la conciencia de un tiempo, e intercalen sus ejercicios en la
ficción con el pontificar diario sobre la realidad para buscar alumbrar los
oscuros tiempos actuales.
Es su faceta política la que
cada vez me resulta más confusa y trastornadora. Y no por su remarcada derecha
y el liberalismo conservador que pregona varias veces al día en cuanto medio
del mundo se le acerca. Puedo asumir varias de sus posturas como válidas, aún
sin compartirlas. Puedo esforzarme por comprender que Mario, por ejemplo,
abomine de Wikileaks y su fundador Julian Asange, por que considere que:
“Controlar
el poder y fiscalizarlo es fundamental. Ahora, anularlo es algo terrible.
Wikileaks llega a hurgar de tal manera en la privacidad, que el poder pasa a
estar completamente indefenso y paralizado para actuar. Todo paso que da pasa a
ser automáticamente de propiedad pública. Eso al final conspira contra la
cultura democrática.”
Asimilar posturas como esta resulta posible aunque lleve tiempo. Sin
terminar de entender cómo se puede considerar, para este caso, que la potencia
del Norte, sea “el poder indefenso”, y el capo de los hacker –hoy escondido- que
denunció los espionajes y la intromisión mundial de ese país y mostró los
videos de las matanzas de civiles en una guerra absurda, sea el terrible
enemigo de la cultura democrática. Con todo, puedo respetar esa posición y
considerarla interesante para esforzarme a mí mismo a ejercitar la alternancia
de argumentos.
Pero las opiniones vargasllosistas de las que hablo van más allá de
posturas polémicas. Y cada vez se parecen más a auténticas contradicciones;
desaciertos que no logro concordar en la liturgia de este Víctor Hugo de hoy.
No puedo entender, por
ejemplo, cómo hace unos años manifestó su apoyo directo al empresario Sebastián
Piñera, en las elecciones presidenciales de Chile, hablando abiertamente del
valor de la libertad de empresa, como
principio nuclear de la democracia moderna y del valioso gerente y
hombre de negocios que había sido este candidato, por el que incluso llegó a
participar en una marcha proselitista en su país. Aunque en su loa al
liberalismo puramente económico, dejara de lado todo lo valioso de esa
corriente, como lo subrayó alguna editorial de la Revista Arcadia en su
momento. Pues entrevistado aquí en Colombia por las posturas antiprogresistas
del candidato Piñera, contestó: “Claro
que Piñera y yo tenemos algunas diferencias: Él es católico, yo soy ateo. Él
está en contra del aborto, yo estoy a favor del aborto. Él está en contra de la
eutanasia, yo estoy a favor de la eutanasia. Él está en contra del matrimonio
gay, yo estoy a favor del matrimonio gay… matices, en fin, solo pequeños
matices, pero estamos de acuerdo en lo fundamental”.
Llamando fundamental entonces,
a lo único que lo congeniaba con Piñera: el libre mercado. Y relegando a “no
fundamental” a varios, por no decir todos, los principios bases de la doctrina
del liberalismo que se basa en la autonomía y la ratificación del individuo.
Tampoco pude entender después,
que el intelectual que supuestamente sacraliza las libertades políticas –por lo
menos cuando las mellan los gobiernos de izquierda- , y el derecho al disenso y
el pluralismo como cunas obligatorias de la democracia, depreque cada que puede
ante las cámaras sobre el “régimen de Venezuela”, acusándolo de destruir la
alternancia en el poder y, sin embargo, acto seguido, califique como afortunado
el regreso del PRI a la presidencia en México, donde ha gobernado por 6
décadas. Y además elogiara a su gobierno, en cabeza de Peña Nieto, porque le
perece que “está funcionando dentro de la democracia” y que “propone reformas interesantes”.
Para colmo, el mismo Marito
que protesta con energía ante cámaras contra la represión y persecución a disidentes
venezolanos por parte del chavismo, se calló totalmente en el caso de los 43
estudiantes de Ayotzinapa. Nada dijo ante semejante espectáculo de barbarie,
gestado en las entrañas de ese gobierno que le parece funciona dentro de la democracia.
Y este fue un voto de silencio que no puedo ser imitado, ni siquiera por colegas
y afines ideológicos suyos de mayor integridad como Krauze.
Me esfuerzo y me cuestiono
tratando de entenderlo, sin conseguir comprender esa sinuosidad de sus posturas
que siempre terminan beneficiando las ideas de la derecha, en cualquier
contexto, porque pareciera que logra encajarlas por el derecho o el envés de
sus razonamientos. Con cara gana él y con sello perdemos los distintos.
A veces defiende la
democracia por proveer la cualidad de la alternancia en el poder, esgrimiendo
el cambio como un valor por sí mismo; y en otras ocasiones, contrario sensu, privilegia
la democracia alegando la satisfacción de necesidades que ha logrado traer el
sistema capitalista que germina allí, y que sólo prospera con su paciente
continuidad y permanencia que nos lleve a “un progreso parcial que se logra a
partir de progresos graduales.”
Como cuando dijo, en un foro
en el Instituto Cervantes, y lo repite cada que puede, que el capitalismo es un
sistema muy frío, que necesita una sociedad con una buena dosis de alimento
cultural que lo controle y cultive. No obstante siempre agrega cómo se debe soportar
ese sistema frío porque es el único que ha traído un grado de bienestar de tal
magnitud en la sociedad.
Es el Mario que supedita las
imperfecciones de un modelo al bienestar que trae. Y, sin embargo, a renglón
seguido, ese mismo Mario, en su discurso de aceptación del premio Nobel, llamó “democracia
payasa” a la Bolivia de Evo Morales. A pesar de que nunca se ha pronunciado
sobre el hecho de que este país haya casi cuadriplicado su PIB en los años del
presidente indígena. Aquí, el bienestar alcanzado no le importa.
Porque cuando algún modelo
de desarrollo, alternativo al capitalismo, parece surgir, a Marito eso le
parece una malformidad bizarra. Así ha opinado, por ejemplo, del esplendor
económico en Vietnam, llamándolo “un anómalo modelo” malnacido en un “capitalismo
comunista”, que rechaza sin explicar.
Marito pareciera nunca
querer entrar en el detalle de los asuntos sobre los que opina. Ha de estar muy
ocupado en sus actividades de famoso para detenerse en los verdaderos matices,
y se limita a pontificar como mejor le sale, con generalidades centradas en lo
que él considera fundamental.
Como cuando, también en su
discurso del premio Nobel, después de excomulgar a Bolivia y Venezuela, dijo que
en la mayoría de países de América Latina la democracia estaba funcionando bien,
y que por primera vez en toda la historia “había una izquierda y una derecha”
que respetaban las reglas básicas del juego democrático. Y puso a Colombia como
ejemplo. A la misma Colombia que, en ese mismo tiempo, mientras él recibía el
premio y se fotografiaba con su frac, tenía un presidente que intentaba una
tercera reelección a como diera lugar, cambiando por segunda vez la
constitución, y al que acusaban con pruebas comprometedoras de estar
interceptando, espiando y persiguiendo a periodistas, opositores y jueces de la
Corte Suprema.
Pero eso para Marito se debe
tratar de matices solamente. Eso no toca lo fundamental de su recomendado
modelo de democracia que cada vez parece tornarse más ilusorio. Porque si le
parece que Colombia tiene una democracia que funciona, ve un país de mentiras.
Como ese lúcido personaje, protagonista de la Historia de Mayta -casi podría decirse que es él mismo- que en los apartes
finales, cuando está hablando con el antiguo revolucionario ya viejo y derrotado,
le dice que quizás todo eso le pasó porque “en política, cuando se busca la
perfección, se cae en la irrealidad.”
Y en eso mismo parece
empeñado el Marito de hoy. Porque aunque siempre cacaree sobre la imperfección
de la democracia que se debe asumir con resignación constructiva, él mismo, sin
embargo, se arroga el estatus de poder decir y definir cuál es la democracia
que le va pareciendo menos imperfecta. Por eso apoyó al PRI en México y se calló
con lo de los estudiantes desparecidos. Por eso apoyó el regreso de la derecha
a Chile, argumentando, contrario a México, la necesidad de cambio y a pesar de
los cercanos pinochentistas que hicieron parte de ese gobierno remozado.
Por eso denigró de las
elecciones presidenciales en su país de origen, calificando a Umala de poder
“acabar con la democracia en Perú” en caso de ganar y ponerlos
“donde están Bolivia o Ecuador o Venezuela”. Por eso escribió contra él
comparándolo con Hitler y lanzándole su calificativo preferido: “Payaso”, y
agregándole “cavernario” y “estúpido”. Y sin embargo, pasado poco tiempo, cuando
podía ganar la hija de su antiguo enemigo político, Fujimori, la conciencia de
Vargas Llosa volvió a salir ante las cámaras, ahora reconcienciada, y dijo que
exhortaba “…a votar por Ollanta Umala para defender la democracia en el Perú, y
evitarnos el escarnio de una nueva dictadura”. Ese es su apartito, su “democriaciómetro”
que siempre tiene calibrado y listo para usar.
Por eso desde hace algunos
años se ha ensañado contra el que fue su ídolo de juventud, Jean Paul Sartre, y
cuestiona abiertamente sus actitudes con las letras porque, dice, olvidó que:
“la literatura es sólo una forma elevada de entretenimiento”. Aunque el
adverbio “sólo” y el adjetivo “elevado” sean incompatibles en la misma frase
que busque definir una cosa. Varga Llosa abomina ahora de Sartre porque repudia
esa idea francesa del escritor comprometido -¿por comunista?- aunque él mismo se
haya vuelto un escritor “entrometido” que siempre está diciendo qué es
democracia y qué no en todo el mundo. La literatura es solo eso, dice, pero él
mismo a través de la literatura pareciera querer algo más. Volverse una
conciencia.
Para seguir con Sartre, hace
unos años, cuando se cumplió el centenario de su nacimiento, de nuevo tomó la
lanza y explicó las razones para repudiar su obra, porque, dijo, en su tiempo
este escritor francés: “Se había
convertido en una figura mediática que aparecía en las revistas frívolas y era
objeto de la curiosidad turística…”
Esto lo dice el mismo
tipo que hoy día parece tener un fotógrafo de la revista Hola dedicado sólo a retratarlo
a él y su nueva novia, la periodista de “revistas frívolas” y ex de Julio Iglesias
y mamá de Enriquito, Isabel Presley, que además lo llevaba entrevistando en
esas revistas frívolas desde los años 80. Y quien ahora pasó de entrevistadora
del Nobel a novia co-entrevistada. No hay semana sin retratos suyos donde se les pueda ver a ambos de vacaciones en
Puerto Rico o en algún coctel o hasta en la peluquería.
Y
en ese entonces, agregaba Marito, para rematar a Sartre, que su sobredimensión
en estos tiempos se debía a que:
“Vivimos
en la civilización del espectáculo y los intelectuales y escritores que suelen
figurar entre los más populares casi nunca lo son por la originalidad de sus
ideas o la belleza de sus creaciones, o, en todo caso, no lo son nunca sólo por
esas razones, intelectuales y literarias. Lo son sobre todo por su capacidad
histriónica, la manera como proyectan y administran su imagen pública, por su
exhibicionismo, sus payasadas...”
Esto
lo dice para Sartre y pareciera describir su propio caso en la actualidad,
mientras sigue dando entrevistas con su novia trofeo y habla de cómo va su divorcio y su nueva
relación y los planes de boda y sus felices 80 años.
Porque
el Marito de ahora parece cómodo con la intimidad que sacrificó para ritual de
las revistas del corazón. Aunque se exponga a evidenciar las obvias contradicciones
de la vida privada, que siempre se muestran más diáfanas en los personajes de
farándula que él crítica y, sin embargo, imita. En su –por poco tiempo- última
entrevista habló de estar viviendo uno de los momentos más felices de su vida
al lado de su nueva novia y recuperar un entusiasmo ya extraño para su edad. Cuando,
a su vez, y hace muy poco, le dedicó el discurso del premio Nobel a su entonces
esposa Patricia, “la prima, de naricita respingada… con la que tuve la fortuna
de casarme”, y sin la cual no podría
existir, dijo, pues: “sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un
torbellino caótico”, mientras el llanto le entrecortaba la voz. Fue una
conmovedora escena de culebrón que caló incluso entre los gélidos señores de la
academia sueca.
Ante
tamaña oportunidad, grabada en vivo, la prensa rosa hizo su banquete cuando
anunció su nueva y farandulera relación. Acusaron a la Presley de dañar el
matrimonio del Nobel, circularon docenas de primeras páginas con opiniones de los
hijos, la ex esposa y la amante, y se produjo eso que Marito mismo llama la “chismografía”
ramplona en que se ha convertido el periodismo hoy día. El mismo que le ha dado
de comer a su ahora novia toda la vida.
Porque
si Marito abominaba de Sartre por razones de afinidad a lo superficial, debe
abominar de sí mismo y de la figura pop en que se ha convertido. Al punto que a
todos se nos olvidó ya que es escritor. Y en cambio sólo vemos al premio Nobel
que posa de frac junto a su codiciada novia diva, que hace saques de honor en
los estadios de fútbol, que actúa en obras, que no descarta una película y prende
cada que quiere su “democraciómetro” ante las cámaras.
Quizás
Marito, contrario a lo que él mismo dice, nunca ha dejado de ser alumno de
Sartre y hoy día hasta lo haya superado. Porque hago un esfuerzo y puedo tratar
de comprender que Vargas Llosa critique esa “sociedad del espectáculo” y se
queje de esa vida frívola del mundo actual que privilegia la imagen y los
prejuicios por sobre las ideas y el análisis, al mismo tiempo que salva el
modelo capitalista y lo defiende y lo recomienda; como si pudieran ser dos
cosas distintas y fuera posible desligarlas.
Y
puedo prolongar mi esfuerzo y atreverme a dudar de mis propias convicciones y
por un momento considerar que Marito tiene razón y el capitalismo es la salida
y es el mejor modelo para el mundo, como él siempre lo recomienda, a pesar de
callarse siempre ante las insólitas cifras de concentración de la riqueza,
desigualdad y destrucción ambiental, propiciadas por este modelo y nunca antes
vistas en la historia. Y sin embargo, a pesar de todo, puedo morderme el dedo y
pensar que no, que acaso todo es como Marito dice. Y puedo seguir esforzándome,
a grados ya de martirio y considerar sus posturas frente a América Latina y
pensar que no hay grandes esperanzas ni modelos de desarrollo alternativos en
eso del socialismo del siglo XXI, que él acierta en defenestrarlos, a pesar de
nunca referirse a la estela de catástrofes que dejó en los noventa el paso del huracán neoliberal.
Puedo
continuar y acercarme a la hernia y tratar de entender lo que él entiende por
matices, y pensar que valen menos, mucho menos, mis matices del aborto en la
mujer y la eutanasia y los crímenes del gobierno de Colombia. Y puedo atreverme
a concluir que sí, que eso para qué, si no hay libertad de empresa.
Y
podría presionarme hasta el shock para convencerme que quizás yo esté errado, y
Marito, más lúcido, más escritor, más inteligente y más consciencia, está en lo
cierto. Y sin embargo, llegado a esta instancia, me encuentro siempre con el
punto muerto y mis esfuerzos se pierden y malgastan. Porque a pesar del cariño y
la veneración a su obra que me hace querer convencerme de él a pesar de mí
mismo, nunca voy a poder entender cómo pudo cambiar a Sartre por Isabel
Presley, alegando la frivolidad del primero.
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