11 de noviembre de 2019

¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON CARROS ELÉCTRICOS?








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Este título sale de uno de los libros de Phillip K. Dick, el gran escritor de ciencia ficción. En ellos el futuro nunca termina de funcionar bien y trae nuevos y catastróficos problemas; y la ciencia es una respuesta que termina siempre contestando la pregunta que no era.

Ese mundo de un nuevo futuro igual de imperfecto parece llegar por fin a estas latitudes. Las empresas más conocidas de alquiler de carros están ahora ofreciendo la renta también de vehículos eléctricos. Una de Medellín anuncia en internet un Kia equivalente a un motor de 1800 centímetros cúbicos, con 150 kilómetros de autonomía por 60 mil pesos las 24 horas. Un amigo alemán, empresario de páneles solares, es quien lo ve. Está pensando abarcar otros negocios de energía limpia, como el de carros eléctricos, y me hace la absurda propuesta de cubrir los gastos para que haga un espionaje industrial, rente el Kia por un día y le cuente cómo me va.

“De ninguna manera”. Me resisto al principio. Le digo que no tengo ganas. Como insiste le digo que estoy indispuesto por estos días, que “me duele una muchacha en todo el cuerpo”, y que un viaje en carro en estos momentos dispararía mi despecho neurótico y podría terminar como Alvy Singer cuando trata de conducir después de que Annie Hall lo acaba de mandar a la mierda.

Borges y Woody Allen no le interesan. Sigue insistiendo. Me rindo por fatiga y acepto entonces embarcarme en misión de espionaje ecológico al mismo tiempo que me dejo poner la otra absurda misión de escribir esta crónica para un periódico ambientalista. Una imposible conjunción de tareas como espía y reportero a la vez. Para él, fisgoneo, y para el periódico, divulgo.

Absurdas misiones pero a su vez absurda la vida por estos días. La muchacha me sigue doliendo en casi todo el cuerpo y, con conciencia suicida, decido embarcarme en pelear por salvar el planeta en un carro ecológico alquilado para un absurdo viaje desde Medellín hasta el Carmen de Viboral.

A mucho riesgo de fracasar y que su energía eléctrica se agote y acabe varado a mitad de carreteras solitarias, sin dónde recargarlo. Y pelear por sobrevivir la noche a orillas de un camino despoblado, entre la bruma gélida del oriente antioqueño, y esperar a la grúa que nunca llega para cobrar un precio descaradamente alto y por fin remolcar el bendito carro, mientras musito el nombre de la ingrata que me empujó a cometer semejante insensatez.

Necesito refuerzos para no caer en el patetismo o por lo menos alivianar su carga. Mi amiga Sara acepta acompañarme. No sin antes indagar que por qué al Carmen de Viboral. Dos razones, le contesto. El Carmen está más o menos a la misma distancia que el coche puede recorrer sin necesidad de nueva carga eléctrica, según garantiza la empresa de alquiler. La segunda es que allí vive Felipe, mi amigo escritor que también anda de despecho por estos días, y es menester visitarle para acompañar nuestras nuevas soledades. Sara acepta porque dice que esto puede ser divertido -no aclara divertido a costa de quiénes-. Felipe dice que nos esperará allá para la tarde del sábado.


100%

El carro ya está reservado por la página de internet donde muestran fotografías de algunos modelos en colores negro y gris oscuro: nada feos. Pero llegado el día de salida ocurren varias sorpresas y traiciones.

La primera es que en la empresa de alquiler se esfuerzan por embutirme algún sobrecosto. Que un pago adicional para lavar el carro, o tenerlo que entregar lavado y a satisfacción de ellos mismos. Que un avance firmado en blanco de la tarjeta de crédito como garantía por posibles fotomultas. Que más plata para comprar un seguro todo riesgo, que es mejor tomarlo para estar protegido porque, nunca se sabe, vaya usted se choque por ahí, o dañe otro carro o lesione a alguien o, quien sabe, hasta lo mate...

No son buenas advertencias para darle a un tipo con potencial despecho neurótico, pagado a sueldo para manejar un carro en una misión mercenaria que le importa cinco cumplir. Pienso esto mientras le digo que no a todo lo que la chica del mostrador trata de ofrecerme. Medio molesta, desiste por fin y se levanta para ir por las llaves del carro.

Cuando lo traen viene la segunda sorpresa. No es uno de los modelos bonitos de las fotos de internet. Parece más una valla ambulante con letreros mal pintados de “cero emisiones”, y “ecológico” por todos lados; es como uno de los carros que acompañan las carreras de ciclismo, blanco y lleno de anuncios garabateados con letras verdes.

Desengañado, trato de atender al técnico que me da las instrucciones de manejo. Dice que el motor es fuerte y puede subir cualquier terreno escarpado. También me entrega una tarjeta de crédito, Somos, de EPM, con saldo para pagar las recargas que haga, y un mapa con todas las electrolineras -como las gasolineras, pero para estos carros- ubicadas en la zona. Casi todas están en el sur del Valle, salvo una que está en el oriente, cerca al aeropuerto, al parecer.

No resisto preguntarle cuánto cuesta un coche de estos en el mercado y él me contesta que alrededor de 120 millones. De nuevo el absurdo se muestra. Absurdo un país en el que los carros que no contaminan cuestan más que los carros contaminadores que empuercan el aire. No se fabrican aquí y al entrar el Estado no les brinda deducciones de nada; los costos de traída y los impuestos indiferenciados los condenan para el mercado.

Un carro que además no se podrá usar para grandes recorridos entre ciudades porque en las carreteras de Colombia va a ser imposible de recargar. En un país como este, donde el 75% de toda su energía generada -eso que llaman la matriz energética- es eléctrica gracias a los 26 embalses que construyó en sus territorios, a veces inundando pueblos y muertos, y la mayoría ubicados en Antioquia para aprovechar así el agua que cae por sus montañas, sin embargo casi no hay lugares para poder enchufar un carro eléctrico cuando se descarga.

Las autopistas nacionales no tienen electrolineras. Las bombas usuales de gasolina rara vez adecuan espacios para esta clase de carros y la ley no los obliga. Los parqueaderos, los centros comerciales, los edificios, los centros educativos, los parques, al ser construidos casi nunca consideran en sus diseños el dejar toma corrientes para enchufar el carro del futuro.

Y de parte del entorno no hay tampoco ningún esfuerzo para compensar. Los gastos del peaje, el parqueadero, todo, cuesta igual que los demás carros nocivos para el ambiente pero más eficientes. Nadie va a querer gastar más plata en un carro que necesita más cuidado y brinda menos marcha que los carros a gasolina sólo porque les venga bien el discurso de no contaminar.

Luego viene la tercera sorpresa, que es más una auténtica perfidia. Recibo una llamada. Felipe ha traicionado nuestra condición de desamorados. Ha vuelto con su chica. Se reconcilió con ella y han pasado el último par de días juntos. Me llama para avisarme que no está en el Carmen esperándonos, sino que está aquí mismo en Medellín y que lo recoja para que viajemos todos juntos. Su dicha recobrada ahonda mi desdicha advenediza.

El vehículo marcha bien, su barra de energía está a tope, como la de Sara y Felipe que ríen adentro. El único que necesita una recarga aquí soy yo.



15%

Su carro está siendo cargado. La carga iniciará a una tasa rápida, gradualmente disminuirá la velocidad de carga y parará automáticamente. Piense en la carga como llenar las sillas en un teatro. Las primeras personas se sientan rápido. Entre más se llena el teatro toma más tiempo sentarse. La última persona que entra toma el mayor tiempo en encontrar una silla vacía. De forma similar se cargan las baterías. ”

Este mensaje sale en la pantalla del generador y después, por fin, se observa la viñeta de la barra de energía que empieza a subir como la de un teléfono cuando se conecta a la corriente. Entonces todo esto se asimila a un teatro. Era de esperarse: Teatro del absurdo: Perdimos una hora esperando porque pensamos que el carro estaba abasteciéndose. Cuando llegamos conectamos el cable al enchufe que trae el vehículo en la parte delantera y nos fuimos a caminar para darle tiempo.

Pero me equivoqué. Algo hice mal entre conectar y apretar botones en la pantalla electrónica. Una hora después volvimos y vimos en la pantalla el letrero de “error” y el carro en el mismo 15% con que había llegado hacia un rato, entre apuros y amenazas de dejarnos tirados en cualquier momento.

Iniciando la marcha, cuando se empezó a subir por la autopista reportaba casi 90% de carga. Pero a medida que el ascenso se incrementó y el terreno se inclinó empezó a bajar a chorros. Para cuando pasamos Guarne ya apenas estaba en 20%. La subida lo descarga mucho más rápido. Le cuesta la cuesta y en apenas unos 30 kilómetros consumió el 70% de toda su corriente.

Mintieron en la empresa de alquiler. La autonomía de 150 kilómetros es relativa porque depende de la clase de terreno. Si se trata de llano, quizás pueda ser cierto; pero subiendo lomas antioqueñas la energía consumida es mucho mayor y acaba con baja carga en un dos por tres. Mientras desciende, algo logra generar y la barra sube unas décimas, pero cuando llega la subida el esfuerzo lo hace gastar mucho más. Es un vehículo de desconfianza, inestable en su energía, como yo.
A Ríonegro llegamos al borde del colapso. Preguntamos varias veces pero nadie nos da razón de dónde puede estar la estación de servicio para recargar estos carros. Nos miran raro, consternados y sin saber qué decir. Hasta entramos al aeropuerto y le preguntamos al guarda de tránsito que se la pasa en las bahías de afuera vigilando a quién multar. Increíblemente el guarda tampoco sabe, no tiene idea de qué le estoy hablando. Solo atina a decir: “Eso es lo malo de estos carros.”

Me empieza a cansar de la cara de extrañeza y conmiseración que todos ponen cuando les pregunto algo que no debería sonar tan raro. “Si te miran así no es por el carro sino por tu sombrero.” Dice Sara, a quien el pánico la pone a hacer chistes crueles sobre la pinta de la gente.

El volante que nos dieron con la información es una cartografía delirante peor que la del Dorado en tiempos de la Conquista. Sólo se limita a señalar que hay un punto de carga en el aeropuerto de Rionegro. Ahora estamos parados justo allí, en su entrada, sin que nadie dé razón.

La barra desciende ahora a 15%. Si no descubrimos si es cierta la leyenda de una supuesta fuente de energía para recargar los mitológicos carros eléctricos en los que nadie aquí parece creer, se va a hacer realidad mi visión fatalista. Voy a tener que musitar el nombre de la ingrata mientras me congelo de frío esperando a la grúa a la vera de la autopista. Tenemos la máquina del futuro casi varada en medio de un lugar primitivo; como el DeLorean del profesor Brown que no puede viajar en el tiempo por no encontrar combustible en el salvaje oeste.

Me detengo un momento para pensar y activo el freno de emergencia. Para estos carros es sólo un botón más que se hunde, ubicado a la derecha. Tampoco hay velocidades. Atrás quedaron las palancas y los embragues; esto es más una gran cabina de mando donde todo se hace presionando algo. “No me gusta, me quedan las manos muy libres. No sabría qué hacer con ellas, es como si pudiera hacerme una paja mientras manejo.” Dice Felipe y Sara lo secunda a carcajadas.

“El hombre acorralado se vuelve elocuente”, sentencia George Steiner. Y cómo queriendo vivir esta frase mis colegas de viaje deciden encarar los nervios a punta de chistes grotescos y risas estridentes que aumentan la presión, mientras hablan de lo que se nos viene si el coche en cualquier momento se detiene y nos quedamos atrapados con la noche ya cayendo. Y narran posibles escenarios y figuran todos los problemas que llegarán y cada vez les parece importar menos y todo lo cuentan con una delirante gracia y luego la vuelven a coger con mi sombrero, sin parar de reír.

Su desparpajo me pone más nervioso. Dispara además mi dislexia. Empiezo a mal articular palabras y a confundir nombres. Siempre me pasa. Ellos parecen seguir disfrutándolo. Pienso: “La demencia se ha atribulado de mi ponderación”. Quiero decir: “La demencia se ha apoderado de mi tripulación.”

Pero como capitán de la nave, el pánico y mis tribulaciones me mantienen atado al mástil con algo de razón. Debo insistir. Empiezo a pasar, una a una, por todas las bombas de gasolina cercanas al aeropuerto a preguntarle a sus trabajadores si saben algo. La mayoría sigue respondiendo con miradas consternadas. Por fin una mujer nos dice que una vez vio en la estación que queda un kilómetro más adelante una zona pitada de verde que nadie usa. A lo mejor sea allá. Marchamos.

Efectivamente, atrás de la estación de servicio, en un rincón abandonado, hay un cuarto estrecho pintado de verde y blanco, donde se introduce el vehículo y al frente está el generador para enchufarlo. El tipo que atiende la gasolinera nos ve llegar y a regañadientes camina hasta allí. Nos da unas instrucciones vagas con falsa seguridad sobre cómo funciona.

Por obedecerlo nos equivocamos. Por eso ahora hemos perdido una hora y la recarga no ha empezado. Cuando regresamos y vemos el aviso de “Error”, me voy a buscarlo de nuevo para reclamar; le hago varias preguntas de qué paso pero él no para de no saber nada. Finalmente lo llaman de otro lado y ve la excusa perfecta para escabullirse: miente y dice que vuelve en un momento.

Al fin al cabo es un empleado más de las petroleras. Seguro recibe un extra en su sueldo por sabotear a los osados que se atrevan a llegar hasta aquí sin usar gasolina. Estos dos mundos no van a poder convivir nunca; el mundo imperante no va permitir que el naciente lo desplace.

A la manifestación natural que llamamos energía eléctrica nunca se le quiso popularizar y hacer gratuita como quería Tesla desde los tiempos de su bobina gigante. Como fuente para mover nuestra vida moderna ganó el petróleo por sobre todas las demás. Ganó aunque el petróleo contamine más, genere más destrucción al extraerlo, se agote más rápido y sea más costoso. Pero esas cosas no importan porque tuvimos que elegirlo por sobre las otras opciones porque… ¿Por qué?

Mi tripulación ahora se ve mejor; mengua ya el delirio por la crisis energética sufrida. Volvemos a repasar uno a uno los pasos para conectar el carro al enchufe de energía. Parece que dimos con el error, primero hay que apagar el motor y después conectarlo; y no al revés. Ahora sí funciona y sale por fin el letrerito ese que compara todo esto con el teatro del absurdo.


80%

Dice Martín Caparrós que uno de los mayores fracasos civilizatorios de nuestros tiempos es haber terminado dependiendo de una tonelada de metal y plástico para movernos. El falso progreso fue movernos en estas cosas propulsionadas por hidrocarburos mientras matamos gentes y planetas. Nunca nos hicimos las preguntas obvias porque crecimos con la enaltecida cultura del carro a gasolina como los peces que no notan lo mojado que es su mundo.

Nos hicieron creer que la civilización llegaba con los vehículos que vierten plomo y gases a la atmósfera; nunca imaginamos que era todo lo contrario, que con ellos podía llegar su fin. De chico mis héroes preferidos de la televisión eran los Transformers, hasta que otro niño mucho más perspicaz y escéptico me preguntó una vez cómo era que una raza alienígena de inteligencia superior llegaba hasta La Tierra, un planeta atrasado, a convertirse en un medio de transporte rudimentario que ni siquiera es ecológico. Nunca más lo volví a invitar a casa a ver tele.

No va a ser fácil desprendernos del fetiche al carro que nos metieron como triunfo de la vida desde el fondo de las edades. Crecí queriendo verme como Toreto sentado al volante y ahora resulta que debo ser rápido y furioso, pero amigable con el planeta.

Mientras conduzco el tramo final con la noche ya empotrada, reflexiono sobre esto en mi momento de meditación intrascendental, aprovechando que mi tripulación por fin se ha quedado en silencio, mientras atisbo el frente entre la oscuridad y sigo la línea amarilla de la carretera como analogía de que nos dirigimos hacia el futuro.

Me dan ganas de pensar un monólogo bonito y profundo como el de Sarah Connor en Terminator 2. -¿Será que la máquina del exterminador funcionaba a energía eléctrica?- Sólo se me ocurre un nuevo dilema que tendremos que resolver si queremos que estos carros se vuelvan el futuro. El reguetón nos enseñó el término “Gasolinera”. En nuestros países se le dice así a las mujeres propensas a buscar intimidad con aquellos hombres que tienen buenos vehículos. Si la energía limpia se consolida vamos a necesitar un nuevo término, ¿no? ¿Cuál podría ser? A Felipe no le interesan estos dilemas futuristas. Contesta con su silencio. Cierra los ojos y se acomoda para dormir. A Sara no se le ocurre ninguna nueva palabra que puede remplazar. Nunca ha sido buena gasolinera, dice.

Cuántos cambios deben venir para poder salvar al mundo. Y a todas estas… pensándolo mejor… ¿Para qué salvarlo? Si además “Ya no es mágico el mundo, me han dejado” y “no basta ser valiente para aprender el arte del olvido” y “sólo me queda el goce de estar triste” y… ¿Por qué emerge Borges en mi meditación intrascendental sobre el futuro ambiental del planeta?

Emerge por ella. Pero como sea, sirve también Borges y su noción de infinito y la idea que nos legó de que ningún destino es independiente jamás. Sirve como un regaño para recordar que no hace falta salvar al planeta porque el planeta se salva solo. La Tierra seguirá cuando se sacuda de nosotros y los carros envenenadores. Lo que está en riesgo es la vida como la conocemos, no el planeta. El planeta continuará, manejado por la especie que le toque dominar luego… un Planeta nuevo regido quizás por insectos -para mí los mejores candidatos a sucedernos- en un mundo nuevo donde ya no exista el desamor ni la contaminación. “La meta es el olvido y yo he llegado antes”. Ojalá el nuevo planeta de insectos no contaminantes conserve por lo menos a Borges.


50%

¿Cuál es la vida útil de la batería de estos carros? Le preguntó al técnico de la empresa de alquiler el día que voy a devolverlo. Me contesta que unos 6 años, por lo menos. Le pregunto luego que qué van a hacer con esas baterías que se empiecen a desechar. Me dice que no sabe, supone que terminarán en la basura.

Los pesimistas que hemos leído demasiado las historias de Phillip K. Dick pensamos que el auge de los carros eléctricos, si alguna vez llega, terminará limpiando el aire pero ensuciando el suelo. Quizás pasemos de un lío a otro por cuenta de que la ciencia siempre termina funcionando un poco mal. Los drenajes ácidos de las baterías que se empiecen a desechar masivamente y de mala manera, más en países con pésima cultura de manejo de residuos como este, provocará una nueva catástrofe ahora para los nutrientes del suelo y los reservorios de agua.

Pensar esto para este país también genera calosfrío. Aquí donde ni siquiera sabemos desechar las baterías de los celulares viejos. No me puedo imaginar qué se hará con las baterías de estos carros. Hace poco, un amigo geólogo que trabaja en los Estados Unidos me contó que se sentía más como el tipo de la basura. Según dice, su trabajo allá está reducido a indicar en qué parte se pueden enterrar los residuos que nadie quiere tener. Entre ellos las baterías. Y cada vez tiene que verse en más aprietos para encontrar lugares despoblados y suelos que puedan asimilar estos desechos.

El futuro, si llega, traerá nuevos problemas también. Aunque por ahora, esta formas de vida del planeta, y de paso yo, nos conformaríamos con poder sobrevivir el presente. Mientras tanto el camino sólo anuncia que: “Irás a la sombra que te aguarda/ fatal en el confín de tu jornada;/ piensa que de algún modo ya estás muerto.”

Como sea, la esperanza también es energía. Y después de devolver el carro, todavía embebido de buena conciencia, no quise tomar un taxi contaminante sino que caminé hasta la casa para completar una marcha entera de cero contaminación. Aunque la verdad es que en el camino no me aguanté y encendí un cigarrillo.

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