La fascinación por el elemento orgánico de la carne en la pintura viene desde hace mucho y ha pasado por muchas escuelas y tendencias distintas. Desde El buey desollado de Rembrand, hasta chuleta de Warhol, pasando por las obsesivas imágenes de carne-alimento -más ulcerada que apetitosa- de Soutine, los bodegones jocosos de Chardin, los estudios insinuantes de Picasso, o ese profeta del hombre del siglo XX que usó la carne para pintarlo en su deformidad, como fue el gran Francis Bacon.
Tendrá que haber en todos ellos un común atractivo, visual o temático, a pesar de la diferencia de estilos. Ese atractivo común podría ser el que la carne en la pintura engendra la llamada “belleza convulsiva” de la que hablaba Bretón. Y es allí, en esa belleza convulsiva, en la que está pagando su tarifa de ingreso el pintor Jonatan Cadavid; un artista joven pero no inexperto, que se anda formando a pulso en las búsquedas más difíciles, y por tanto menos encontradas, de la pintura y de la escultura.
Su serie, Somos Carne, se enfrenta con un primer problema: el de las interpretaciones fáciles. Su hiperrealismo, su temática, el uso de la alegoría -que bien hecha siempre se vuelve ironía- lo vuelven blanco perfecto de los juicios anticipados: un pintor de la violencia, rezan unos, un pintor de sensibilidad anestesiada, un pintor de denuncia ante la indiferencia de nuestro terrible drama, un Tarantino al óleo, para algunos incautos.
Sin embargo el arte está en no decirlo todo, según la famosa máxima, y es en esos puntos suspensivos en los que Cadavid encuentra la zona predilecta para moverse con su obra. Porque con sus alegorías él no pontifica sino que pregunta a campo abierto. Persigue más dudas que revelaciones con sus cuadros. Algunas de ellas tan fundamentales que se vuelven lugares comunes, pero que sin embargo las presenta como fascinantes formas nuevas de decir lo viejo. La serie entonces debería llamarse ¿Somos Carne? Así, con interrogación, porque en toda la exposición lo que queda claro es la molestia por no poder contestar esta pregunta.
El desgonce los cuerpos humanos que pone a convivir con liviandad entre los filetes de carne, en delicada manipulación en un espacio que no deja de ser un mostrador. Ello de entrada nos cosifica. También nos ratifica a la carne como el recuerdo cotidiano de la muerte. Y por paradoja, nos escupe a la cara la segura incertidumbre que sigue a la descomposición, común por nuestra común composición.
¿Sino sólo carne, qué algo más seremos? No hay una oda a lo efímero que afiance un escepticismo. El escéptico de verdad ha de sufrir por serlo, y afrontar ese dolor con dignidad. Aquí hay más un tipo que duda y le saca provecho a eso; una pregunta que se muestra importante, productiva, no para responderla, sino para destilarla en el lienzo. El mismo Cadavid explica que la serie se le ocurrió después de un difícil suceso que tuvo, al vivir la muerte de su mejor amigo.
Si no hay nada más después, la carne es no sólo nuestro estuche sino nuestra vida misma y merece más. O de lo contrario, ¿Qué vendrá luego cuando todos nos volvamos un mejor amigo que se muere? Vendrá entonces la indiferencia que muestra la señora de una de sus pinturas, que mira el aparador de una carnicería donde reposan unos filetes y un cuerpo femenino, y que ella ignora, con mirada de quien está descartando más que contemplando. O vendrá quizás la pasividad tormentosa, o el tormento pasivo, que muestra el rostro de la jovencita en cuya mano se posa un ave carroñera que la empieza desfibrar. ¿O vendrá un asenso a los cielos? ¿O ese asenso a los cielos acaso sólo se dé entre el estómago de esa ave carroñera que tras devorarnos alza vuelo?
La carne, nos muestra Cadavid, es también clima interno y no sólo estuche o epidermis. Ahí está su cuadro Autoretrato, como testimonio, y casi testamento anticipado, de la belleza convulsiva de su obra. Jonatan se pinta anciano y maltratado por la edad. No está viejo; sino que es viejo porque está triste. El paso de las tristezas es más vertiginoso y hace más daño que el paso de los años. Y sin embargo, en esos ojos abismales, una mirada altiva, de orgullo, de resignación que ante el dolor se vuelve insolencia.
Viendo esta obra, recuerdo una frase de Paul Valery: –y no es coincidencia que ande citando aquí sólo surrealistas- “Lo más profundo que hay en el hombre, es la piel.” Será siempre nuestro tejido más complejo y lo que mejor de cuenta del estado de un organismo, estado biológico, o como vemos aquí, síquico. Por ser la frontera, para seguir con Valery, “entre el color y el dolor”, o por además de ser frontera, volverse también camino, o por lo menos, laberinto.
En fin, reiteraré para finalizar, que de todo el tema de la exposición, y sabiendo sortear las interpretaciones apresuradas, será el espectador quien deba pelear con el tono neutro del título de la serie, y debo invitarlo a que se anime a ponerle los signos que quiera. Que le ponga los de admiración, y salga repitiéndose, pasmoso, en su cabeza ¡Somos carne! O que acuda a la discreta interrogación y camine con mirada baja pensando ¿Somos carne? O que se trate de meter a la misma zona del autor y sencillamente se deleite con la insinuación: Somos carne…
Jonatan Cadavid ha sabido marcar su camino artístico con los puntos suspensivos. Los sabe usar de maravilla. En ellos se reinventa, o mejor aún, se reencarna. Quizás después los arrume y con ellos hasta edifique su casa. Esperamos seguir de cerca su trayectoria. La carne busca la carne, dice por ahí la Biblia.
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