Un
crónica saltadita sobre la gran atleta rusa Yelena Isinbayeva, recién coronada
en el mundial de Moscú. El video de la competencia donde se consagró su asunción se puede consultar aquí: http://www.youtube.com/watch?v=jyOj232LWZ8
Yelena es una rusa con sentido del humor. Igual a decir que es una cosa rara. Yelena es 28 cosas raras a la vez. 28 récords mundiales conseguidos y sigue sonriendo: a pesar de ser rusa y atleta y La Zarina: las más grande de los últimos tiempos. Yelena siempre balbucea algo antes de los saltos. Modula algo en tono quedo y mecánico, mientras alza la vista. No se sabe qué dice, pareciera orando o maldiciendo con discreción; mira fijamente la vaya a
Su belleza, sus
hermosos ojos, siempre están insinuando alegría aún cuando miran desafiantes al
horizonte. Y Yelena sigue murmurando algo, pareciera hablando con la pértiga,
tratando de convencerla para hacer un pacto que la deja elevarse y volar.
Después viene siempre
la sonrisa. Yelena empieza a sonreír desde antes de caer. Justo cuando rebasa
el listón, justo cuando su salto alcanza el punto límite y sabe que va a ser
limpio, el rostro de Yelena cambia; los ojos desafiantes y el gesto contraído
se esfuman en una milésima, lo que dura suspendida en el aire; inmediatamente
empieza el descenso y el rostro de Yelena ya no es hermoso y desafiante sino
hermoso y alegre. Sus ojos se abren y en el aire se le nota esa sonrisa
primaveral, una sonrisa estrambótica, tan resplandeciente que se deja captar al
vuelo como una chispa fugaz en ese segundo que dura la caída. Una sonrisa que
pareciera conseguirse sólo allá arriba, hasta donde ella es capaz de llegar, y
que toca y adhiere a su rostro en el mismo momento en que rebaza el obstáculo.
Yelena es alegría
inmensa antes que nada. Ni Rusia, ni el atletismo, ni el atroz entrenamiento de
años que ha tenido que padecer para llegar a ser La Zarina de las 28 marcas
mundiales, nada de eso ha podido borrarle la sonrisa. ¡Una atleta rusa, de 31
años, sencillamente invencible, que tiene la desfachatez de divertirse con lo
que hace! Donde han quedado los buenos modales de la tribulación, enseñados por
la prosa constipada de los más grandes: Don Tolstoi y don Fiodor se revolcarán
en sus gélidas tumbas. Dónde han quedado las parcas deportistas bolcheviques
que arrasaban cualquier competencia de atletismo, sin ni siquiera subir una
ceja, sin un mínimo gesto humano, con la adustez militar fruto de su helado
clima interno y externo.
Antes de La Zarina, las
únicas atletas rusas que sonreían eran las bailarinas pigmeas o las siamesas
del equipo de nado sincronizado. Pero era eso, una sonrisa sincrónica, mecánica
y serializada. Todas riendo al unísono con una alegría coreografiada, sin vida
espontánea sobre ese maquillaje pétreo a prueba de agua.
Yelena, desde arriba,
grita como en medio de una gran fiesta en la playa. Yelena cae y de un solo
rebote se incorpora de nuevo con euforia; y da un salto mortal y luego una pirueta
y corre por la pista y desde ahora nunca se quita la sonrisa aérea que se
encontró allá arriba. La risa de Yelena amplifica su belleza, como una lente de
aumento divino de su rostro; y pone a bullir su tenacidad; es a la vez el
método de propulsión que la impulsa.
¿Cómo diablos puede Yelena
sonreír desde adentro? Inocente y conmevedora desde lo alto. Uno la ve y se
figura una experiencia religiosa. Ya San Francisco decía que la risa era una
forma para subir al cielo. Yelena, la Zarina, lo comprueba.
Yelena proyecta un
aire hierático, y lo sabe. “I am a super estar”, dijo una vez mientras
entrenaba, entre decenas de cámaras que la custodiaban. Y no para de pasarla
bien, como la niña que en las reuniones familiares hace monerías frente a los
orgullosos adultos. Yelena sabe que la miran y sin embargo sigue divirtiéndose
tanto al levitar que no tiene tiempo de hincharse con vanidades.
Este día, 13 de
agosto de 2013, en el estadio Luzhniki, La Zarina está en su reino. Más de 40
mil personas llegan para presenciar sólo un segundo, el único segundo que les
interesa: el segundo en que Yelena se eleve por sobre la barda y desde allí arriba
destelle el flash cegador de su sonrisa.
Yelena quiere
desquite. En los dos mundiales anteriores no ha ganado nada. En Berlín se tuvo
que ir sin un solo salto válido. Ahora es distinto, nadie se mete a su reino. Y
acaba de anunciar que después de esto no salta más. Se va a retirar.
Una cubana y una
norteamericana –dos países siempre presentes en la suerte de Rusia- la siguen
de cerca. Quieren entrar a su castillo y desbancarla. Yelena no se preocupa. Ya
en entrenamientos saltó 5,11 metros. Marca increíble que, si repite, va enviar
a sus rivales a casa con un boquiabierto desconcierto que tardarán todo el
camino de regreso en erradicar.
Yelena se prepara. La
cámara se engolosina con los primeros planos a su rostro perfecto. Belleza de
turbulento sosiego; belleza que se muestra a gritos entre su silencio, el cual
dice tanto. Parecen instantes de una película de Bergman. Yelena estira sus
palmas tiznadas y lentamente empuña la garrocha. Yelena balbucea. Empieza su
rito. No para de hablarse en voz baja mientras mira al frente. Sus dedos siguen
tanteando la pértiga. Se balancea, se mueve toda, menos su mirada, clavada ya
en el obstáculo. De pronto nota algo externo y no le gusta. Sus ojos
cristalinos se desempotran un momento del frente y ve a su alrededor, al
estadio, a sus fanáticos; mira las tribunas y empieza a agitar las palmas
arriba de su cabeza, pidiendo aplausos como una cantante de rock; la gente
enardece. Yelena abandona su concentración y empieza a hacer gestos displicentes con una una mano en
la oreja, mostrando que no oye nada, que le falta algarabía, que quiere más y
reta a la gente, pidiéndoles euforia, pidiéndoles escándalo; no le gusta el
silencio, no le gusta no sentirlos. El público, que aguardaba discreto en
silencio, evitando incomodarla, se enloquece. Empieza una ovación
ensordecedora, el estadio entero se vuelve un solo bullicio de apoyo. Están a
sus pies. Yelena lo logró, no tiene miedo, no está nerviosa, no necesita
silencio para concentrarse, está en su zona.
Emprende la carrera,
como despegando al ritmo de los gritos de la gente, clava la garrocha en la
tierra, esta se contrae. Yelena está subiendo ahora como un proyectil disparado
hacia el cielo. Yelena pasa por encima de la barda, impecable y sobrada, y
justo ahí, el destello, el fulgor de su sonrisa; sabe que lo logró, ni siquiera
le hace falta caer. Yelena saltó 4,89. Les perdonó más de los demostrados 20
centímetros que pudo haber logrado. Y sin embargo ganó. Sus rivales no pueden
en sus turnos. Es oro, es La Zarina. Yelena sonríe, Yelena se lanza al suelo,
Yelena se levanta y va a abrazar a su entrenador. Yelena festeja en su reino.
El estadio es ahora el sitio donde se presencia una especie de ceremonia de
coronación y asunción. Yelena subió a los cielos: desde allá nos trajo la risa
y no para de repartirla aquí, en la tierra, a los que no logramos levantarnos
como ella.
Ya tiene el oro
ganado, y sin embargo le quedan tres intentos más que puede usar si lo desea.
Yelena, después de celebrar un rato, dice que sí, decide que los va utilizar
para tratar de derrotarse a sí misma. Para desbancar a lo que más la trasnocha,
a su pasado. Va a intentar romper el record y superar su mejor marca de antaño.
La Zarina es obstinada y se tiene a sí misma como la peor de sus rivales. Pide
el listón en 5,06. Empieza su seseo, de nuevo repite el espectáculo con el
público, pide palmas, pide gritos, todas las cámaras robando de su belleza
proverbial. Va el primer intento, toma carrera y se levanta. Pero sólo a
medias, no llega a donde está el listón. De inmediato se incorpora y pide el
segundo intento. Pero en este también algo sale mal y falla. El público no deja
de apoyarla y aumenta el griterío. Prueba de nuevo, conseguirlo en la tercera
oportunidad sería el mejor final feliz para el melodrama que ahora presencian
millones en el mundo con ella como personaje central. Se levanta. Pero no lo
logra, derriba la barda con su pierna.
Se acabó: Yelena lo
deja. Se levanta y va a celebrar dando vueltas al estadio. Ya no importa. Se
va porque precisamente quiere dejar de competir consigo misma. Yelena está
celebrando su oro y desborda en alegría. Sin embargo, Yelena está triste,
saboreando también una derrota por la que se va. Yelena perdió con Yelena. Pero
así es la realeza, los grandes de verdad siempre se ven rebasados por su propia
leyenda.
No importa. Yelena
festeja. Después Yelena reitera que se va. Yelena dice que no vuelve a competir
porque quiere ser mamá. Todos queremos ver a esa futura creatura venida de las
entrañas mismas de la alegría. Yelena se va a divertir bastante. Pero Yelena
tiene que volver. Yelena no es una carcajada fugaz. Yelena es una duradera
sonrisa de enamorado que no se nos va quitar nunca de la cara.
1 .:
¡uy, ya somos 13!
pobre muchacha, espero que no sepa leer español para que no entienda toda la carga política que se le impone en tu tributo a su naturaleza brincona.
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