¿Irán… para la izquierda?
Durante la
primera mitad del siglo XX Irán fue un país zarandeado como trofeo de batalla
por los imperios que siempre acababan ahí sus disputas. Lo ocuparon a su turno
principalmente británicos y rusos con la excusa de las dos guerras mundiales o
la amenaza que para el uno representaba el otro.
Hacia 1946 el
espectro que recorría Europa se manifestó. El partido comunista iraní,
denominado allá Tudeh, llegó a tener para esas fechas un tiraje de su periódico
tres veces mayor que la prensa oficial del Shah, y se mostraba como la mayor
fuerza política del momento. Vino entonces la mano alarmada de occidente para
ocuparse de este exorcismo. El presidente Truman ideó todo un plan de dominio sobre
las fuerzas armadas iraníes, con convenios de apoyo económico y táctico que
buscaban americanizar el ejército. Después, en 1949, hubo un atentado contra el
Shah y se culpó al Tudeh de ello. Vino una gran campaña de represión contra el
partido. Lo cerraron, los comunistas fueron apresados o tuvieron que salir a
buscar asilo en la Unión Soviética.
Occidente
entonces recuperó la calma con Irán. Era su bonito almacén de oro negro. Eso
hasta que llegó como primer ministro Mohammad Mosaddeq, que quiso nacionalizar
todo el petróleo e implantar un discurso de defensa a su soberanía que llevó
hasta las Naciones Unidas. Occidente se volvió a poner nervioso. Esta vez costó
más recuperar la tranquilidad. Británicos y norteamericanos tuvieron que idear
un minucioso plan que después sabríamos se llamó Operación Ajax -gracias a los
testimonios que existen hoy día de boca de sus propios protagonistas- por medio
del cual desestabilizaron al país y lograron un golpe de Estado que derrocó al
nacionalizador rebelde y les devolvió a un bondadoso títere en el poder:
Mohammad Reza Pahlavi. A quien de paso, además de ponerlo al mando, -al mando
pero bajo su mando- le prestaron la mejor pedagogía de la CIA y Scotland Yard
para fundar Savak, la feroz agencia de inteligencia que no permitiría en
adelante más corcoveos ni amenazas de ese país al que le convenía se comportara
como lo que debía ser para occidente: una enorme gasolinera disponible tiempo
completo.
El nuevo Sha
Mohammad Reza Pahlavi se iba a convertir, como lo anota el historiador Daniel
Terán-Solano, en una especie de déspota ilustrado. Al principio instauró
reformas sociales y libertades ciudadanas, promovió cierto pluralismo en la
prensa, una reforma agraria y hasta restringió el uso del velo para la mujer. Pero
poco después la modernidad anunciada se fue rezagando. Hoy día, dependiendo del
bando, unos prefieren recordar más su faceta de déspota y otros la de ilustrado;
sin que ninguno de esos dos perfiles consiga armar su propia cara sin el otro.
La cosa funcionó
más o menos bien por varios años. Hasta los 70, cuando –problemas que no
faltan- el sha empezó a equivocarse cada vez más en su función de cuidador del
tanque de petróleo. El país iba al colapso y la represión descontrolada era ya
la única manera de enmendar los errores del gobierno. El Savak llegó a
encarcelar a cien mil personas. El títere se desmoronaba, los grupos rebeldes
se fortalecían y, mientras tanto, crecía cada vez más la veneración popular por
un insoportable ayatolá con el que nunca se había sabido bien qué hacer. Lo
encerraron, lo trataron de asesinar, lo echaron a Irak, de allá lo expulsaron
después y lo obligaron a huir a Francia. Pero su popularidad crecía, y con
ella, las ansias de una modernidad que se sentía ya impostergable. Era el
ayatolá Jomeini, que pronto se volvió el símbolo de una revolución que
finalmente derrocó al títere, para desdicha de ingleses y norteamericanos que
ya no supieron qué hacer con sus nervios y tuvieron que llevar sus coches a
llenar a otras estaciones de servicio del mundo.
Jomeini adoptó
entonces la imagen de centro espiritual y líder máximo de la gesta de expulsión
de los invasores. Al regreso triunfante a su país, se cuenta que fue recibido
por más de 6 millones de personas. El suceso fue celebrado y apoyado en todo el
mundo por parte de los países y grupos políticos no alineados con el imperio
británico y norteamericano. Era la muestra de que los colosos invasores eran
vulnerables también en Oriente. Y a pesar de las previas revoluciones
triunfantes en Libia, Egipto y Argelia, ninguna tuvo el calado y la celebración
mundial de ésta.
Fue entonces, quizás
ahí, en este momento, cuando se dio
origen a un ambiguo mensaje que pervivirá hasta hoy: la idea de que toda
revuelta islámica contra los proyectos hegemónicos de occidente, es a la vez
una empresa libertaria con la cual siempre debe identificarse la izquierda
mundial.
Digo ambigua
porque así fue el desarrollo de ese frustrado entusiasmo iraní. A la par de las
voces de apoyo de los progres del mundo, Jomeini pronto pudo menguar y reprimir
a los demás sectores participantes de la revolución y hacerse al timón absoluto
de ella, hasta llegar, como líder máximo, a fundar y consolidar la República
islámica de Irán. La que para ciertos sectores de la población resultó ser un
peor antídoto. Para las mujeres por ejemplo, -que hacía ya más de veinte años
tenían derecho a votar- desmedraron sus libertades básicas, -empezando por la
de vestirse-. También llegaron las nuevas fatwas, y con ellas el látigo, la
piedra y la amputación de miembros como recursos legales. La disidencia
política se satanizó igual o peor a como se venía haciendo. Ante las primeras
huelgas, el Ajatola mandó reprimir y desintegrar los shoras, comités sindicales
que manejaban muchas fábricas del país. Y esto lo hizo increíblemente con la
ayuda efectiva del Tudeh, que colaboró en la represión y los tachó de antirrevolucionarios
por oponerse al naciente gobierno.
La gran
revuelta iraní en contra de la hegemonía de occidente que salía victoriosa,
para gozo de la izquierda mundial que veía a su eterno enemigo caer, mostraba
que la consecuencia natural no iba a ser precisamente que el victorioso
adoptara los esperados ideales libertarios. Sin embargo, el desencanto se
matizó y el apoyo a Jomeini se mantuvo, aún en su peor época, prácticamente por
todos los partidos comunistas del mundo, por lo menos hasta el colapso de estos
con el fin de la guerra fría. Como lo señaló David Karvala:
“La
caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS conllevó la caída en
picado de los partidos comunistas. Esto sucedió tras una larga lista de
desastres, de la cual el de Irán fue sólo un ejemplo. En país tras país, los
partidos comunistas habían seguido ciegamente a un “líder antiimperialista”
—como Gamal Nasser, o más tarde Sadam Husein— sólo para ver cómo éste traicionó
estas esperanzas y reprimió a los comunistas.”
Y tal vez
hasta mucho después de la caída del muro. Pues incluso para 1994, Chris Harman,
un destacado líder británico del Socialist Workers Party, escribió un artículo
de gran popularidad, de nombre El profeta y el proletariado. Allí cuestionaba
la idea de un fundamentalismo islámico y planteaba una mirada hacia el Islam,
no desde la religión, sino desde la idea de lucha de clases marxista. Advertía que
la religión, incluso en este caso, no deja de ser una ideología, esto es, un
mecanismo deformador que esconde los verdaderos motivos materiales y sociales
que han llevado al levantamiento y la insurgencia de los pueblos árabes. Por lo
que proponía entonces dividir al islam en varias clases en conflicto, desde
antiguos y nuevos explotadores, hasta las clases pobres y medias que también allí
existían, y con las que era necesario solidarizarse mundialmente. De ese modo,
revoluciones como la iraní se justificaban cuando favorecían esas clases y la
resistencia al imperialismo era sin discusión la primera muestra de ese
favorecimiento. Su conclusión era la siguiente:
“Pero
esto no quiere decir que podamos tomar una postura abstencionista e indiferente
respecto a los islamistas. Éstos surgen de grupos sociales muy numerosos que
sufren bajo la sociedad actual. Sus deseos de revolución podrían ser
canalizados hacia objetivos progresistas, si estuvieran inspirados por un
ascenso de luchas obreras. Incluso cuando el nivel de luchas no crece, muchos
de los que se sienten atraídos por versiones radicales del islamismo pueden ser
influenciados por los socialistas revolucionarios, siempre y cuando éstos
combinen una independencia política, en relación a todas las formas de
islamismo, con una voluntad de aprovechar las oportunidades, para atraer a
individuos islamistas hacia formas de lucha auténticamente radicales.”
(…)
“Sobre
determinadas cuestiones estaremos en el mismo campo que los islamistas; contra
el imperialismo y contra el Estado. Fue el caso, por ejemplo, de un gran número
de países durante la Guerra del Golfo. Debería ser también el caso de países
como Francia o Gran Bretaña cuando se trata de combatir el racismo. Allí donde
los islamistas están en la oposición, nuestra regla de conducta debe ser: "con
los islamistas a veces, con el Estado nunca".
Por eso, y a pesar
de sus desafueros ya evidentes para entonces con las libertades civiles, cierto
sector de la izquierda mundial, por el infalible método de usar lo negativo
para definir lo positivo, siguió solidaria con la revolución de Irán, en tanto
era a la vez enemiga y obstáculo para la petulancia de las democracias del
primer mundo y sus fauces coloniales. Mientras al tiempo, algunos sectores
comunistas trataban de conectar la idea yihadista de “guerra santa” con la de “lucha
de clases”. Lo cual no era nuevo. Ya desde 1920 los triunfantes bolcheviques
celebraron en Anzerbaiyán el Congreso de los pueblos del Este. Y allí se llamó
a “una guerra santa contra el imperialismo”:
“A
menudo habéis oído de vuestros gobiernos la llamada a la guerra santa; habéis
marchado bajo la bandera verde del Profeta, pero estas guerras eran
fraudulentas, sirviendo sólo a los intereses de vuestros dirigentes… vosotros,
los campesinos y trabajadores, seguisteis en la esclavitud y la pobreza tras
estas guerras. Ahora os convocamos a la primera guerra santa de verdad… por la
liberación de toda la humanidad del yugo de la esclavitud capitalista e
imperialista, por el fin de todas las formas de opresión de un pueblo por otro
y de todas las formas de explotación…”
El
apoyo seguía y se extendía a todas las latitudes que buscaban asimilar la causa
de los oprimidos por la conclusión sencilla de que si se trataba de un mismo
invasor, debía también tratarse de una misma resistencia. En América Latina,
por ejemplo, cuando después del triunfo de la revolución sandinista, el
sacerdote, poeta y entonces ministro Ernesto Cardenal visitó al ayatola Jomeini,
declaró: “Tengo la impresión de haber conocido a un santo.
Pero un santo que cree en la guerra santa como yo también creo. Claro que la
guerra santa no es la guerra entre religiones sino la guerra de los oprimidos
contra los opresores.”
Con
Irán entonces, se
posicionó entre el comunismo la idea de que toda revolución en el mundo que se
opusiera al imperialismo de occidente era la misma y única revolución de las
clases oprimidas contra el capitalismo. Y que era tarea deber apoyar toda
revuelta en contra del avance norteamericano. El marxismo, por lo menos en su
faceta política -que no es la única- apelaba desde sus inicios a la cohesión de
su causa bajo las banderas del proletariado que no tenía fronteras. “Nada tienen
que perder, salvo sus cadenas”. Y más adelante la idea de lucha de clases se
mostró como una máxima que unificaba toda lucha contra la explotación. También
otros personajes de la línea, como el mismo Che Guevara, hablaban del Hombre Nuevo
para mostrar la confluencia de causas, y cómo las luchas del mundo eran
identificables y agrupables dentro de la misma y única gran pretensión mundial.
Su vida misma era la muestra de que la lucha en Cuba era la misma que en el
Congo. Ese asimilar causas trató incluso de superar el choque de las dos
grandes civilizaciones, y volver las violencias de oriente y de occidente, la
misma, única y necesaria revuelta contra los explotadores. El pegamento
práctico para semejante entronque de teorías seguía siendo Irán.
Aunque esa
asimilación de causas y coherencia de mundos fuera cada vez más difícil de
justificar por culpa de los desafueros de Jomeini, que ya para 1983 la
emprendió contra el Tudeh. El mismo partido que había sido vital para la caída
del anterior régimen, el mismo que sin explicación ayudó a reprimir los
sindicatos a la llegada de la nueva República islámica, ahora corría la misma
suerte de décadas atrás, y como en los pre revolucionarios tiempos del Sha,
volvía a ser declarado ilegal y acusado de “actividades insurgentes filo soviéticas”.
Su propio Secretario General fue obligado a confesar sus delitos al país ante
las cámaras de televisión. Jomeini llegó a declarar que: “América es el gran Satán. Inglaterra peor que América. América peor
que la Unión Soviética, y la Unión Soviética peor que los dos.”
Ante este
nuevo divorcio de lo evidente, se empezó a usar la idea del multiculturalismo
para justificar el no alineamiento iraní, y en todo caso, justificar también la
confluencia de intereses que seguían en pie. Se formulaba entonces el natural
llamado de atención que exige respeto con las sociedades ajenas y extrañas. Y
el derecho que tienen los señores del medio oriente de hacer la revolución “a la
musulmana”, sin juicios de valor de nuestra parte que pretendan jerarquizar las
diferencias.
El historiador
marxista Eric Hobsbawm, por ejemplo, advirtió sanamente que la peculiaridad de
esta revolución era el haber sido la única de la modernidad que no se gestó en
los principios de la ilustración europea,
como sí lo fueron, en mayor o menor medida, las revoluciones
republicanistas, nacionalistas o socialistas.
La revolución iraní entonces, no
necesitó ser parienta, ni lejana, de la revolución francesa, y por tanto, era
necesario entender sus propias lógicas, sin desacreditarla o alejarla de las
reivindicaciones de la izquierda mundial.
-Salman Rushdie y el preludio de Charlie Hebdó.
Pero pronto
los apetitos represivos del Ajatola Jomeini le quedaron grandes a su país y
traspasaron fronteras. Vino así unos de los mayores escándalos internacionales
en cuanto a censura al arte. Empezó a ordenar quemas de libros adentro y afuera
de Irán y, a finales de los 80, y poco antes de morir, calificó de hereje la
novela Los versos satánicos, del –por eso mismo ahora famoso- escritor indio inglés
Salman Rushdie, y ofreció a todos sus fieles del mundo la tentadora cifra de un
millón de dólares a quien le llevara su cabeza.
La sentencia
de muerte hizo que Rushdie se retirara de la vida pública; y los hechos le
mostraron que no iba a estar seguro en ningún tiempo ni espacio. Con los años,
varios de sus traductores y editores internacionales sufrieron atentados o
fueron asesinados en Japón, Italia y Noruega.
Rushdie era
también un simpatizante de causas como la de Nicaragua, -la misma en donde
Cardenal conocía santos- a la que le dedicó todo un libro de viajes que
escribió cuando la visitó en el séptimo aniversario del triunfo de la
revolución sandinista. Además siempre había protestado contra la persecución
palestina y la expansión del sionismo. Tal vez por eso, para el momento de su
condena, esa izquierda veleidosa de siempre se vio en una terrible disyuntiva entre
si irse a favor del poderoso enemigo de mi enemigo, que ponía a tambalear al
coloso a vencer, o mejor apoyar al poco importante amigo de la causa que
escribía libritos inofensivos pero enojosos. Apoyar al enemigo de mi enemigo, o
apoyar a mi amigo que hizo enojar al enemigo de mi enemigo.
Las opciones
se repartieron. Y para estupor de algunos hubo cierto sector de la izquierda
que se fue contra Rushdie, y se dedicó a insinuar justificaciones al proceder
del ayatolá. La conmoción ante esta decisión fue tanta, que personajes de la
talla del gran ensayista inglés Cristopher Hitchens tuvieron que volcarse a
escribir sobre ello para entenderlo. Así lo dijo él en su artículo Polémicos
ecos del caso Rushdie. Cuenta allí cómo, entre las reacciones ante la sentencia
de muerte para su amigo, en primer lugar estaba ese sector conservador que
adoptó la predecible actitud de aprovechar el suceso para sacar alguna
retaliación al incómodo escritor que estaba en las antípodas de su ideología:
“Había
algunos que pensaban que Salman merecía ese castigo de un modo u otro, o en
todo caso se lo había buscado,” y por tanto “…parecían disfrutar con el hecho
de que ese amigo indio y radical de Nicaragua y los palestinos se hubiera
convertido en víctima del «terrorismo».”
Cuenta también Hitchens, que más o menos iguales fueron
los pronunciamientos hechos en su momento por las autoridades religiosas del
mundo:
“(Mientras tanto, en un ejemplo poco atractivo de lo
que llamé «ecumenismo inverso», el arzobispo de Canterbury, el Vaticano y el rabino
jefe sefardí de Israel emitieron declaraciones que decían que el principal
problema no era la oferta de pago por el asesinato de un escritor, sino el
delito de blasfemia. El rabino
jefe de Gran Bretaña, Immanuel Jakobowitz, en busca de una síntesis más elevada
de fatuidad, entonó que «tanto Rushdie como el ayatollah han abusado de la
libertad de expresión».) Esa clase de comentarios eran de esperar, al menos en
parte. Rushdie era de izquierdas; había contribuido a perturbar el statu quo y
debía esperar la desaprobación de los conservadores.”
Sin embargo, añade, la real sorpresa del asunto se dio
cuando esas esperadas reacciones pronto empezaron a parecerse a las opiniones
de los ubicados en el otro bando político. En el mismo lado de Rushdie:
“Más preocupantes me parecían los que pertenecían a la
izquierda y adoptaban casi el mismo tono. Germaine Greer, que siempre ha sido
terrible en estos casos, volvió al foro para defender ruidosamente los derechos
de los que quemaban libros. «El caso Rushdie -escribió el crítico marxista John
Berger unos días después de la fatwa -
ha costado varias vidas humanas y amenaza con costar muchas más.» Y «el caso
Rushdie -escribió el profesor Michael Dummett de All Souls- ha hecho un daño
indecible. Ha intensificado la alienación de los musulmanes que viven aquí. Se
ha inflamado la hostilidad racista contra ellos».
“En sus diarios, el líder de la izquierda laborista
Tony Benn registraba un encuentro de miembros de opiniones similares el día
después de la fetua, y citaba la contribución de uno de los primeros
parlamentarios negros de Gran Bretaña:
“Bernie Grant no paraba de interrumpir, decía que
los blancos querían imponer sus valores en todo el mundo. La Cámara de los
Comunes no debería atacar otras culturas. No estaba de acuerdo con los
musulmanes de Irán, pero apoyaba su derecho a vivir su propia vida. Quemar
libros no era un asunto importante para los negros, sostenía.”
En
el fondo, cuenta Hitchens, para no hacer una condena vehemente, la izquierda
apelaba a eso que aquí llamarían ahora “el contexto”, y exhibía los imperativos
de tolerancia a la multiculturalidad, de necesidad de quitarse el sesgo
occidentalizante al examinar esta clase de conductas tan distintas, y la
incapacidad de juzgarlas sin atender a los factores que los hacen ser así, por
incomprensibles que nos resulten.
Una
defensa al multiculturalismo, que olvidaba en todo caso, que también había
fanatismo de por medio, cuya decisión de asumirlo sí merecía ser cuestionada
sin el escudo de la tolerancia étnica. Como anota Hitchens: “Ahí vimos la
introducción… de una confusión obstinada y grosera entre la fe religiosa, que
es voluntaria, y la etnicidad, que no lo es.”
Finalmente,
concluye advirtiendo lo que hoy día seguimos notando: “En aquella época entendía vagamente que
esa clase de «izquierda» posmoderna, aliada en cierto modo con el islam político,
era algo nuevo, aunque no perteneciera exactamente a la Nueva Izquierda.”
Bajo
la égida entonces del multiculturalismo, la izquierda pregonó el sano respeto a
esos otros mundos que no merecían encuadrarse en el molde de occidente. Con lo
cual se acertó en predicar la sana convivencia con árabes y musulmanes. Pero al
mismo tiempo, se buscó camuflar al fanatismo dentro de las respetables
diferencias étnicas, y así justificar, o por lo menos atenuar, las condenas de
Jomeini, las empresas de la Yihad o las operaciones de los demás grupos
fundamentalistas.
-Un iraní en la república bolivariana.
Mencioné
que Rushdie simpatizó con el sandinismo. Debo repetirlo ahora para meter al
Caribe en el tema. Porque muchos años después de su condena, por paradojas de
la historia, esa ambigüedad entre la izquierda y las causas islámicas iba a
tener un nuevo capítulo ahora en estas latitudes.
Quince
años después de muerto Jomeini, en el año 2005 Irán escogió como presidente a Mahmud Ahmadinejad; quizás
el menos revolucionario de todos los dirigentes de la revolución iraní. El gobierno estadounidense de entonces lo
matriculó de inmediato con el ridículo mote de miembro del “eje del mal” junto
con Venezuela y Corea del Norte.
Ya
en el año 2009, El presidente Chávez, de Venezuela, invitó a Ahmadinejad a su país y le
celebró un homenaje de héroe a su llegada. En medio del agasajo y el
recibimiento, en el discurso que le dedicó, dijo que las banderas de Venezuela
e Irán eran “libres y revolucionarias” y lo llamó un “gladiador
antiimperialista.”
Ahmadinejad no era sólo el heredero
de esa clase dirigente que condenó a muerte a un escritor. Tenía ya para
entonces un prontuario que dejaba ver una curiosa noción de libertad. Ese mismo
año había ganado las elecciones de nuevo, y lo celebró declarando públicamente
que agradecía el haber sido elegido con una “democracia basada en la ética”,
contrario a las democracias occidentales que “se apoyaban en los homosexuales
para ganar más votos.” -Ya antes, en Columbia, se había jactado de castigar con
pena de muerte la homosexualidad en su país, por lo cual celebraba que en Irán
“no existe ese fenómeno, como aquí.”- En ese mismo año, 2009, el gobierno iraní
había condenado a muerte por lapidación a cientos de mujeres, y este
“gladiador”, había aprobado la reforma al código penal iraní que imponía como
pena por fornicación para las mujeres, cien latigazos, y setenta y cuatro para
aquellas que no llevaran el velo islámico.
Poco antes de su visita a Venezuela
para recibir su homenaje de gladiador por la libertad, Ahmadinejad había
reprimido con ferocidad una sublevación popular en su país, apoyado por varios
partidos comunistas mundiales quienes tachaban a los agentes de ese revuelta de
adláteres de occidente, y ese primero de mayo, día que en la Venezuela de Chávez
se celebraba con toda una estampida de trabajadores marchando en la calle,
entre agasajos y loas, la policía de Irán había llenado cinco furgonetas con
detenidos que se atrevieron a conmemorar
esa fecha en el parque Laleh de Teherán, y condenó a latigazos a Sussan Razani y Shiva Kheirabadi, por fraguar y liderar la
idea de conmemorar el día del trabajo en ese país.
El régimen de ese gladiador, sólo en 2011, se calcula que
ejecutó unas quinientas personas por crímenes de adulterio y apostasía. Ese
mismo año ambos presidentes volvieron a reunirse,
y dieron una declaración conjunta, en la que Chávez de nuevo lo exalto,
poniéndolo como ejemplo mundial en la tarea común que según él tenían de: “frenar la pretensión del
imperio yanqui de controlar el mundo.”
De nuevo, quizás, no se decía nada de los desmanes de
Irán, por eso de respetar la cultura ajena y dejar que ellos hagan la
revolución a la árabe. De nuevo, quizás también, convocaba más y creaba más afinidad
los afanes destructivos que los constructivos. De nuevo primaba la idea del
mismo enemigo. La mejor forma de cohesionar e identificarnos como “nosotros” es
juntándonos en razón de “ellos”. Sigue gustando más la opción negativa de
desafiar a un enemigo común, que la positiva de promover los mismos principios
comunes en las sociedades que se gobiernan.
Artur Koestler decía que en el temperamento
revolucionario siempre van a existir dos pulsiones que lo sostienen. Y que en
cada persona, primará la una o la otra. La primera sería esa pulsión que te
anima a ser revolucionario por el desprecio al estado de cosas presente. La
fobia a la realidad actual. La segunda, sería esa pulsión que te hace
revolucionario, no por el desprecio de lo actual, sino por las ansias y la fe
del futuro mejor, no por el arrojo de destruir lo presente, sino por el de poder
construir un algo distinto que lo mejore. El amor a lo que vendrá, por sobre el
odio a lo que hay. Sin embargo, será más popular las primera de esas pulsiones.
Y sobre todo mucho más útil para sembrar unidad. La idea del odio en común por
lo tangible, por sobre la del amor compartido por lo que todavía no se
materializa. El antiimperialismo es un
recurso mucho más eficaz para generar afinidad que el chequeo sobre si se comparten
o no los mínimos principios sociales con que ambos gobiernan o gobernarían. Tal
vez olvidando, acaso, cómo la única tendencia de un gobernante que puede
soportar y confundir cualquier ideología es el despotismo, que en este caso tampoco
entiende de orientes ni de occidentes.
-Charlie
Hebdó, o Salman Rushdie II, o Irán III.
Y así llegamos ahora a enero de 2015 y la masacre en
París donde murieron seis miembros del equipo de la revista Charlie Hebdo. Al
ver las reacciones que la izquierda y la derecha publicaban al tiempo, y su
alarmante similitud, debo confesar que sentí un desconcierto que por alguna
razón se me hacía familiar. Entonces volví a leer el ensayo de Hitchens. Mi
pasmo aumentó. Con la masacre de los caricaturistas ocurría exactamente la
misma escala de reacciones por los representantes de las mismas ideas, y en el
mismo orden que él había descrito décadas atrás. Las máximas autoridades de la
derecha, del clero y de la izquierda, adoptaban similar posición.
En primer lugar, vino la predecible salvedad de la
ultraderecha francesa, en cabeza de su papa, el señor Le Pen, quien matizaba el
rechazo a la masacre explicando que en todo caso, Charlie Hebdo era una revista
imposible de apoyar porque era dominada por una inclinación “anarco-troskista”.
Y en la misma lógica que había asombrado a Hitchens
años atrás, cuando las autoridades religiosas reprocharon más la blasfemia que
el atentado contra Rushdie, ahora, en nuestro tiempo, el aclamado papa
Francisco salía a repetir con calco la historia. Y en su viaje a Asia, afirmó desde
allá que en todo caso, lo preocupante era que esa revista había abusado de la
libertad de expresión, que este derecho tiene límites, como el no poder usarse
en contra de la fe de los demás, y tomando al asistente que siempre lo
acompaña, Gasbarri, como objeto didáctico a su explicación sacó un peculiar
razonamiento: “Es verdad que no se puede
reaccionar violentamente, pero si Gasbarri, gran amigo, dice una mala palabra
de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!”
Finalmente, como
culmen del desarreglo, vino la reacción de la izquierda. Y sirve como ejemplo
la izquierda colombiana y sus medios de prensa, que conocen, como pocos en el
mundo, lo que es la satanización y la persecución y el exterminio. Sin embargo,
el mismo día en que enterraban a las víctimas de la masacre en París, medios como
Prensa Rural y Voz, difundieron artículos como el del señor José Antonio
Gutiérrez, quien desde el exilio afirmó en escrito de título Yo no soy Charlie,
y luego reiteró en otra más extensa réplica, que esa revista era “Un monumento a la intolerancia, al racismo
y a la arrogancia colonial” ya que contenía “Mensajes cuyo propósito implícito es justificar las invasiones a
países del Oriente Medio…”
En la lógica del
señor Gutiérrez, en las sátiras de revistas como esta se alberga una “agresividad
que lejos de ser discursiva, se refleja en ataques contra miembros de la
comunidad árabe europea…” Lo
que obligaría a tener que matizarse la libertad de expresión, pues “la violencia discursiva va de la mano de
una violencia real” y en su sentir: “Hay
sensibilidades insoslayables cuando se hace mofa de un sector vulnerable de la
población.”
Los marginados
entonces, los humillados y ofendidos, deben ser intocables por la sátira y la
comedia al parecer. Ya suficiente tienen
con la injusticia que pesa sobre sus hombros, para que el arte también se ponga
en su contra. Más esa pornográfica revista con sus figurines escatológicos que
al parecer son el centro del repudio merecido que el autor reclama. Olvidando
de paso que, quiéranlo o no, uno de los soportes de la ilustración francesa
fueron también los dibujos como los de María Antonieta follándose al pueblo, y
que por esa vía, Charlie Hebdo es tan hijo de la ilustración como esos valores
igualitarios que ahora el columnista reclamaba para con los oprimidos.
Remataba el señor
Gutiérrez diciendo que: “Tampoco el
artista puede disociarse totalmente de responsabilidad ante su obra… Ya sé que
en el mundo post-moderno en que habitamos, de individualismo rabioso, hablar de
“responsabilidad moral” es casi que una palabra sucia. Pero prefiero este
lenguaje que para algunos sonará anticuado, al egoísmo anti-social que se nos
inculca mediante los aparatos ideológicos del sistema…”
Pero esos llamados de
responsabilidad, siempre tienen problemas al ser conciliados con la natural
libertad que ha de tener el arte para poder respirar. Y nos mete en embrollo de
quién decide cuál ha de ser el nivel de esa supuesta responsabilidad, pues esa
siempre ha sido la vía para abrir la caja de pandora que termina sacando al despotismo
para amarrar la creación artística.
Por poner un ejemplo
a lo que podría pasar si abrimos la puerta de la supuesta responsabilidad para
el arte, el límite a la libertad de expresión, y el deber de no usarla en
contra de los que se consideran oprimidos, pues entonces no sería disparatado
pensar en el disparate de contradecir al propio señor Gutiérrez cuando dice que: “Esa es la diferencia entre el humor de Charlie Hebdo y el de, por
ejemplo, Quino, humorista político fino, que jamás ha tenido que recurrir a la
vulgaridad sensacionalista, ni al “todo vale”, ni a burlarse de los excluidos,
para generar reflexión y pensamiento crítico…”
Si asumiéramos esa
lógica insólita de que la obra de Quino es buena sólo porque no se burla de los
excluidos, yo podría replicarle, y anteponerle, con ese mismo moralismo, por
ejemplo, las tiras de Mafalda, donde el buen Manolito trabaja en la tienda de
abarrotes de su papá, y se rebela a ir a estudiar y es maltratado y golpeado
muchas veces por sus progenitores. ¡Entonces Quino apoya
la explotación infantil! ¡Quino se burla de los niños que tienen que trabajar
por la crueldad de sus padres! ¡De la infancia golpeada! Quino se olvida del gran
problema de abandono infantil que existe en Latinoamérica y su violencia discursiva
aguza la real. ¡Quino sería un monumento a la intolerancia infantil!
Esas conclusiones
absurdas, son el peligro, de quien abre la puerta para autorizar bozales al
arte. Las prohibiciones son como esa abeja que al parecer se ve solitaria, y
sólo está anunciando la llegada del enjambre. Las prohibiciones siempre llegan
en oleada, y basta la primera, en este caso el primer óbice a la libertad de
expresión, para que las nuevas interpretaciones sobre lo que puedan entender
por excluidos o no, se traten de imponer por absurdas que se presenten. Y
atenuar masacres de lunáticos, como la de Charlie Hebdo, desechando lo que muchos entendemos como la savia de la
izquierda, que es el derecho a la crítica, la cual ahora se vuelve un valor
externo y sinuoso que hay que matizar, sólo puede dejarnos ingratamente
sorprendidos. Como lo anotó Mario Jurisch, en su réplica a los artículos de
Voz:
“Lo que más me ha desconcertado… es que sólo
por tomar partido en esta discusión un número inmenso de personas está
dispuesta a renunciar alegremente a conquistas que han costado siglos. Usted
sabe tanto como yo que la blasfemia –es decir, el derecho a poner en duda a
Dios, el derecho a poner verdes a los poderosos, el derecho a disentir de las
opiniones autorizadas– ha sido una seña distintiva de la izquierda en toda su
historia. Sin embargo, ahora resulta que un buen número de los autoproclamados
izquierdistas no sólo está de acuerdo con imponer nuevos límites a la libertad
de expresión, sino que encima quiere someternos a los más férreos designios de
la corrección política.”
Lo peor es que en Colombia esta historia se había
vivido ya. Hace cerca de quince años también vinieron las reacciones que
atenuaron la muerte de un satírico político: que por irresponsable en sus
juicios, que por no saber leer el contexto, y por meterse con fuerzas que no
entendía. Esos mismos tacharon de irresponsable a esa persona y por esa vía
matizaban la libertad de expresión, que mal empleada le había costado la vida.
Hablo de Jaime Garzón, que murió a manos del paramilitarismo en este país, pero
que más allá de banderas, sirve como ejemplo por ser una víctima más de los
extremos que, también contra el arte, se juntan. Ninguna guerra es santa;
tampoco todas son revoluciones.
1 .:
Respecto a lo Rushdie y Charlie Hebdo me parece que las situaciones generaron un debate desenfocado puesto que desplazaron la atención sobre la violencia y su uso -su reprochabilidad o legitimidad- hacia el tema de los límites de la libertad de expresión; y pareció que el debate era hasta qué punto era válido ofender a otros bajo la bandera de la libertad de expresión y no sobre lo repudiable de la violencia "fundamentalista". Lo particular es que en ambos casos hay un tono de confrontación entre el occidente liberal y un supuesto oriente irracional, como si quienes atacaron la revista representaran a los musulmanes del mundo, y como si quienes se sintieron ofendidos por Los versos satánicos estuvieran de acuerdo con la fatua de Jomeni. Si se vislumbra esa diferencia, como creo lo hace Bhikuh Parekh, esos casos sí podrían tomarse como ilustrativos de las tensiones entre multiculturalismo y liberalismo, de lo contrario creo que la discusión está en dos planos analíticos distintos.
Publicar un comentario