Obituario del profesor Ramiro Aldana, como lo recuerda uno de sus alumnos. Un anónimo maestro de provincia que dedicó su vida a formar en la lectura.
El año en que yo egresé del
colegio él se jubilaba. Fue mi profesor de literatura los últimos años del
bachillerato. Un señor como los de antes, que hacía rememorar los mejores
tiempos pasados, cuando la ética no era sólo una clase aburrida en el horario
de estudios. Quizás su última época no fue la mejor. Se notaba cansado de nadar
en aceite, y a menudo se quejaba de la esterilidad de su oficio de enseñar y la
impasividad de unos alumnos indiferentes que pasaban impunes por sus aulas.
Sin embargo, el recuerdo es de
cariño. En medio de la aridez intelectual de un colegio plagado casi todo de
mediocres concentrados en esperar su sueldo, era insólito encontrar a alguien
formado que hablaba con pasión de cosas distintas a sí mismo. La literatura era
para él un divertimento antes que nada y así lo mostraba su sonrisa pícara
dibujada a medias durante toda la clase. Mucho tiempo después, me enteré que
Borges decía que sólo se puede enseñar el amor a algo. Quizás esa fue la razón por
la que en el bachillerato no aprendí nada distinto a lo de sus cátedras, y por
la cual elegí dedicarme a esto una vez salí a conocer la vida. Quise querer
entrar a ese mundo que el profesor Aldana mostraba habitar con tanto encanto.
Me enseñó también varios gustos
mórbidos hermanados con la literatura. Uno de ellos: la veneración a los
muertos. Una vez, mientras haraganeaba con unos amigos sentados abajo de uno de
los árboles del patio de descanso del colegio, lo vi pasar con ritmo paciente
en ese cuerpo pesado. Tenía el aspecto atildado e intimidante de los capos
italianos de las películas de gánsters. Gordo y bien vestido, pantalón de paño
y camisa oscura, con unos lentes de sol que tapaban a medias su semblante
pensativo pero amable, y una cabeza calva de piel blanca ya rojiza.
Siempre colgando de su mano el
mismo portafolio de cuero oscuro negro, aparentemente atiborrado de cosas. Lo
llevaba a todos lados, pero rara vez vimos que lo usara para sacar algo. Sentíamos
curiosidad de saber qué diablos era lo que cargaba ahí, tan necesario para
tenerlo siempre pero tan poco útil como para nunca requerirlo. Ni siquiera en
las clases. Tan pronto llegaba al salón y saludaba con amabilidad y entusiasmo
descargaba ese maletín en un rincón y no volvía a recordarlo hasta que la clase
acababa y lo agarraba de nuevo para salir.
Una sola vez pudimos ver por fin lo
que llevaba ahí; y yo entendí que ese maletín solo mostraba que estaba
infectado por la enfermedad de la literatura y dejaba ver el mayor síntoma de
ese contagio: la devoción hacia lo inútil. En una ocasión le tuvimos que
entregar un trabajo escrito sobre la lectura que hicimos de La Vorágine -un
libro donde también hay un viejo que siempre carga a cuestas para donde vaya
los huesos de su hijo muerto, esperando poder enterrarlo alguna vez-. Éramos
muchachos de clases modestas y aún no llegaba la popularidad de la máquina de
escribir y ni la del posterior computador. Recuerdo entonces que un compañero
le presentó un trabajo en hojas de blog, con una portada manuscrita hecha con una
caligrafía diáfana que exhibió orgulloso al entregar. El profe Aldana le
recibió el documento, apenas lo ojeó y de inmediato sacó su lapicero rojo y sin
decir nada estropeó la magnífica portada rayándola con correcciones por todos
lados.
El muchacho no lo podía creer. La
razón era que no le había puesto tilde a ninguna de las palabras, y eso para el
profe fue una afrenta imperdonable que no matizaba ni siquiera la cuidada
estética de la letra.
“Pero es que están en mayúscula y
las mayúsculas no llevan tilde.” Refutó el estudiante. “Ah, ¿no?” Contestó él. “Pues vamos a ver, por
aquí debe estar...” Y por primera vez en todos los ya años que lo conocíamos,
fue hasta el rincón y tomó su portafolio de gánster. Por fin abría ese maletín,
ante la expectación de nosotros. Y lo hacía como si fuera a sacar un arma, con
seguridad amedrentadora, convencido de que iba a pasmarnos teniendo la razón.
Al refundir un momento, sacó al fin
un manojo grande de recortes de notas y artículos en papel periódico,
apergaminados ya por los tantos años que llevaban guardados allí. Y de entre todos
ellos, distinguió de inmediato un papelito. Un escrito corto que él empezó a
leer para toda la clase. Hablaba del mal uso que la gente del común le estaba
dando a las letras mayúsculas, y de la entelequia de no querer tildaras por
alguna clase de mito dispersado entre los que escriben mal que hacía creer que
las palabras mayúsculas no llevaban tilde.
Consumada la reprimenda, cuando terminó
de leerlo entre su media risa pícara de siempre, nos advirtió después que nunca
en la vida volviéramos a no tildar las palabras en mayúscula. “Miren, y eso que
este papelito tiene -y se detuvo a mirar la fecha del recorte de prensa- quince
años, y todavía siguen con el mismo vicio.” Después lo volvió a guardar y cerró
de nuevo su portafolio, con el secreto ya violado.
Me pareció alucinante descubrir
por fin qué llevaba en ese maletín, pero más aún descubrir que lo único que
guardaba eran recortes de prensa de hacía décadas, sobre las cosas del saber
leer y escribir. Llevarlos siempre consigo por tantos años, esperando que se
diera la ocasión para poder sacarlos y justificar tanto tiempo de celo. Era la
pasión por enseñar que cargaba a cuestas como el viejo de la Vorágine con los
huesos de su hijo.
Pero me desvié. Estaba contando
que ese día, mientras haraganeaba con mis amigos debajo de uno de los árboles
del patio de descanso, lo vi pasar a lo lejos. Quizás este incómodo hábito de
las digresiones tenga también algo que ver con él. Porque en sus clases se
paseaba con desparpajo por varios y variados temas. Era un impuro con la
literatura y eso, al muchacho que fui, lo impresionaba. Pasaba de hablar del
verso que parecía más de Solón que de Homero, en el canto ocho, al partido de
futbol de anoche, que definitivamente había sido una vergüenza y que se perdió
por pura falta de huevos, porque estos de ahora no saben lo que es entrar a
jugar a una cancha. Y luego llegaba siempre al tema de las mujeres y de ahí a
salir a tomar un trago y bailar boleros y de ahí a sus recuerdos de juventud y
luego a sus disertaciones sobre para qué crecer y de ahí a para qué el poder y
del poder a Solón y de Sólon luego otra vez a ese verso extraño que no parecía
de Homero.
Y yo que pensaba que la
literatura eran sólo los libros, que tenía que ser un oficio para bichos raros
que no hablaran de nada más y estaba dispuesto a matricularme como uno de esos,
convencido de que la lectura me iba a divorciar del mundo vulgar que sentía
indigno de alguien tan especial como me creía ser. Pero no. Aprendí que la
paganización de la literatura es el primer requisito para revivirla en
latitudes tan hostiles como estas que nos cupieron en suerte. Que la poesía,
como dijo Yourcenar, murió el día que quiso dejar de ser popular. Que no quería
estar ni entre el rencor de los que se sienten poseedores de un gran secreto incompartible
cuando escriben y leen, ni entre la frivolidad de los iletrados que ven este
oficio como cosa de anormales con algún tipo de déficit de vida.
Pero me volví a desviar. Estaba contando
de ese día, mientras haraganeaba con mis amigos debajo de uno de los árboles
del patio de descanso cuando lo vi pasar a lo lejos con su porte gansteril. Es
que, entre sus lecciones dadas, siempre le faltó el aprender a hablar sacando
los temas en orden. En cambio, se la pasaba interrumpiéndose a sí mismo con
unas ideas difíciles de entender por inoportunas. Una vez, en medio una clase,
hablaba de La isla del tesoro, lo que lo llevó a hablar después del mar, y
luego, a decir, de pronto. “Es que en la vida hay que saber sólo dos cosas:
saber nadar y saber bailar. Es muy vergonzoso eso de uno andar por ahí diciendo
que no sabe nadar ni sabe bailar.”
Pero recompongo para no desviarme
más. Decía que ese día mientras haraganeaba con mis amigos debajo de uno de los
árboles del patio de descanso lo vi pasar a lo lejos con su porte gansteril. Y
justo al llegar a la puerta de la rectoría, donde había una pared con retratos
de antiguos egresados y fotografías de los maestros de otras épocas, pude ver
cómo se detuvo al pasar junto a uno de los cuadros, lo miró un momento e
inclinó la cabeza en señal de reverencia. Después siguió su marcha con total
naturalidad.
Esto de nuevo me causó
curiosidad. Y en la clase siguiente de ese mismo día se lo pregunté. Le dije
que lo había visto pasar e inclinarse junto a uno de los cuadros de la
rectoría, que qué era lo que había hecho, que cómo así. Vino la infaltable
ternura pícara al sonreír. “Ese era mi profesor de literatura aquí, en el colegio,
y cada que paso por ahí le ofrezco mis respetos.”
Una lección de culto a los
muertos. De nuevo deslumbraba ese extraño ser que parecía perder la razón, la
razón monótona, la razón opresora y estrecha de la mayoría de adultos que yo
conocía, embuchados de sentido práctico, y que sin duda censurarían cosas como
las que él hacía con tanta soltura y sin vergüenza. El viejo que se inclinaba ante los muertos
por reverencia y gratitud, justo como ahora siento que debería inclinarme yo,
al conocer la noticia de que también el profe acaba de volverse un retrato en
la pared. Esa ocasión fue para mí quizás
la primera vez que presencié el afecto más allá de la muerte y más allá del
interés material, que ya empezaba a sentir como otra forma de muerte.
Lo peor es que se ocupó de
perfeccionarnos ese insólito culto a los muertos, cuando gracias a él leímos y
comentamos con pasión las frases de Hamlet donde alababa al gusano como amo del
universo, que devora a mendigos y reyes sin detenerse a distinguir. O cuando
agarraba una calavera para preguntar inútilmente por la preferencia entre el
tormento de estar aquí o la paz insulsa de la nada. O cuando nos hizo pasear
por la matazón azarosa de la Ilíada, que él nos iba avivando, mientras
avanzábamos en sus capítulos, para que no perdiéramos el entusiasmo. “Sepan que
el único verraquito ahí es Héctor, sigan bien lo que va a hacer”, nos decía.
Y después la literatura
latinoamericana. “Entonces el perro ese le quitó la virilidad al pobre Pichula
Cuellar. ¿Tampoco saben qué es virilidad?” O con el ametrallamiento infame de
los obreros amotinados en medio de los cultivos de bananos. “Cabrones, ¡les
regalamos el minuto! Eso que pone Gabo fue verdad, dicen que así dijeron, y el
general que ordenó la matanza se llamaba así como está en el libro. Nunca le
pasó nada con la justicia, se murió de viejo.”
Una vez, en la biblioteca de mi
casa, me encontré el Juan de Mairena, y lo leí con una devoción que mantengo
hasta hoy. “Profe, pero mire que leí este libro y ahí dice que es de Antonio
Machado pero luego dice que el que escribió todo eso es Juan de Mairena, y que
es un profesor apócrifo. ¿Qué es un profesor apócrifo? ¿Un profesor de literatura,
como usted?”. “Mas o menos, pero cuidado que también puede haber billetes
apócrifos.”
Descubrí que podía dedicarme a algo
que no sirviera para nada de lo que la mayoría de cosas alrededor insistían en
servir, algo distinto a la dirección hacia la que sentía que el mundo se
empeñaba en empujarme. Sentí también la inmediata advertencia de ese mismo mundo,
que me amenazó con el perpetuo voto de pobreza si seguía tomándome en serio el
llevar un maletín con periódicos viejos durante toda mi vida. Pero el contagio
ya estaba dado y pronto empecé a garrapatear mis primeros escritos en las
últimas hojas de los cuadernos de la materia del profe Aldana. También noté que
eran intentos marchitos, que las palabras no me salían como las que leía de
otros.
Un día le oí decir en clase,
hablando de ya no recuerdo qué obra. “Esto es un clásico, por eso es difícil,
pero por eso sigue vigente hasta hoy. ¿Saben ustedes que es un clásico?
Sencillo, se los voy a decir, un clásico es aquella obra digna de imitar.”
Encontré después esa definición
en muchas partes. Pero se me quedó desde esa primera vez y la volví una norma
de vida. Casi por la misma época, en el mismo libro de Don Antonio Machado, leí
que ser novedoso puede ser a la vez lo menos original. Y me llevó muchos años
entender que la novedad por sí sola vale poco en la literatura. Que esto es
menos una maratón que una carrera de relevos. Que no se trata de querer avivar
el fuego más que los demás, sino de saber recibir la antorcha sin el afán de
ignorar a los de atrás. La ingenuidad de creer que estamos armando un mundo
nuevo sólo por ser nuevos en el mundo. Buscar parecerse a esos que veneramos es
también seguir la voz propia, una voz que trasciende las individualidades y que
se impone por sobre las existencias aisladas. Esa ha sido mi declaración de principios.
Hoy día entiendo que llegué a ella después de oír al profe Aldana porque la
emulación también es un oficio que se puede hacer con dignidad, y de los
intentos fallidos de esa emulación salen las obras propias.
Mucho tiempo después, cuando
había perdido algún contacto con el profe Aldana, gané el único premio que he
ganado con esto de escribir. Me publicaron el libro y me lo pagaron
generosamente. Se me antojó tratar de escribirle para contarle y agradecerle.
También porque, para entonces, yo ya era profesor también, y entendía mejor sus
quejas y el desdén y la frustración por la juventud que nace cansada y llega
demasiado muerta a una clase inútil para su sueño de ser millonarios. Pensé que
si lo hacía le daría algo de ánimos tardíos, mostrándole que sus lecciones habían
valido en algo la pena y no había sido todo tan infructuoso, por lo menos no
tanto como creo que él se imaginaba a esas alturas.
La idea era tan noble como
vanidosa. Y quizás por ello la deseché poco después. Para entonces yo casi
nunca estaba en Colombia y no mantenía casi ningún contacto con la gente de mis
años de bachiller. Roldanillo fue un lugar del que, en su momento, quise huir. Vagué
quizás más tiempo del debido por una docena de países, me desconecté de las
raíces porque no sabía que el mundo es redondo y que cuanto más lejos trate uno
de irse, más rápido va a llegar de nuevo al lugar de origen.
En alguno de mis regresos, me
invitaron amablemente a lanzar mi libro en la Casa Quintero, de Roldanillo. Para mi sorpresa, la noche que llegué al
evento, sentado entre los asistentes, vi al profe Aldana. Hacía más de una
década no lo veía, pero nos reconocimos al instante. Fue un saludo afectuoso,
aunque muy corto porque de inmediato empezó el evento.
Después, a la hora de las
intervenciones del público, habló él. Habló de sus clases y de los buenos alumnos
que recordaba. Fue muy generoso en sus consideraciones para con mi libro.
Cuando el evento se acabó, se me acercó de nuevo a preguntarme si podíamos
vernos al día siguiente, para conversar con más calma. Pero le dije que era
imposible porque tenía que regresar y no podía quedarme más tiempo. “Qué
lástima. Tenemos que vernos después. Pero quedo muy contento.”
Me lo dijo con una expresión
seria, casi ceremoniosa. Nada que ver con la sonrisa pícara que recordaba yo.
Quedó muy contento. Fue la última vez que lo vi. Tuve otros regresos, pero
siempre aplacé la visita al profe Aldana porque siempre andaba con poco tiempo.
O eso pensaba yo. Apurado por la ilusoria prisa arrogante de las supuestas
cosas importantes que no me dieron espacio para visitarle. Me acongoja no haber
tenido una última visita. Se nos quedó incompleta la charla. Pero esa también
es una de las ventajas de la literatura: es un tema interminable donde siempre
hace falta tiempo, pero queda uno contento. Ojalá no haya olvidado llevar su
maletín.
3 .:
Cristian, soy Luciano García Marmolejo, mi padre fue maestro en la escuela Eustaquio Palacios, Joaquín Heli García, en julio cumple 92 años.
Te cuento que para mí el mejor profesor del colegio Belisario Peña Piñeiro fue Ramiro Aldana Acosta. Tú lectura me llevó a la nostalgia con lágrimas imparables, esos maestros ya no volverán.
Gracias por este recorrido que compartió Josías Parra.
Despidiendo a mi maestro de bachillerato, Ramiro Aldana Acosta, otra luz brillante que se oscurece, aquí todos espectantes, como dice el sacerdote, el misterio de la muerte.
Estos últimos días han sido de adioses, hablando en las funerarias, cuándo estaremos ocupando ese espacio de madera rígida, con mi vecino de silla y a los días asistir a la de él.
Es una espectativa, imaginando la nuestra, hasta cruzar la puerta, donde se terminan las vanidades del mundo; mundo de apariencias que satisfacen egos, momentos de vanidades del Yo egoista, que pausan en el instante del saludo, de La Paz sea Contigo. Todo es etéreo, nada es para siempre.
Humildad ante todo, haciendo el bien a nuestros semejantes, como recalcó en su homilía el sacerdote a los maestros "Hay que dejar huella a sus estudiantes, para que sean siempre recordados como personas buenas".
Muchas gracias por tan maravilloso escrito. Fue mi gran maestro de literatura y quien sacó de mi ese gusto, ese amor por las letras y la palabra bien escrita. Me decía que tenía talento y yo le decía que dedicaría a escribir bien en su honor. Dejo huella aunque no en todos, sí en muchísimos de los que le conocimos, le admiramos, le recordamos.
Unas cuantas lágrimas has sacado, porque lo describes con una perfección intachable. Gracias de nuevo y a seguir recordando...
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