0%
Este
título sale de uno de los libros de Phillip K. Dick, el gran
escritor de ciencia ficción. En ellos el futuro nunca termina de
funcionar bien y trae nuevos y catastróficos problemas; y la ciencia
es una respuesta que termina siempre contestando la pregunta que no
era.
Ese
mundo de un nuevo futuro igual de imperfecto parece llegar por fin a
estas latitudes. Las empresas más conocidas de alquiler de carros
están ahora ofreciendo la renta también de vehículos eléctricos.
Una de Medellín anuncia en internet un Kia equivalente a un motor de
1800 centímetros cúbicos, con 150 kilómetros de autonomía por 60
mil pesos las 24 horas. Un amigo alemán, empresario de páneles
solares, es quien lo ve. Está pensando abarcar otros negocios de
energía limpia, como el de carros eléctricos, y me hace la absurda
propuesta de cubrir los gastos para que haga un espionaje industrial,
rente el Kia por un día y le cuente cómo me va.
“De
ninguna manera”. Me resisto al principio. Le digo que no tengo
ganas. Como insiste le digo que estoy indispuesto por estos días,
que “me duele una muchacha en todo el cuerpo”, y que un viaje en
carro en estos momentos dispararía mi despecho neurótico y podría
terminar como Alvy Singer cuando trata de conducir después de que
Annie Hall lo acaba de mandar a la mierda.
Borges
y Woody Allen no le interesan. Sigue insistiendo. Me rindo por fatiga
y acepto entonces embarcarme en misión de espionaje ecológico al
mismo tiempo que me dejo poner la otra absurda misión de escribir
esta crónica para un periódico ambientalista. Una imposible
conjunción de tareas como espía y reportero a la vez. Para él,
fisgoneo, y para el periódico, divulgo.
Absurdas
misiones pero a su vez absurda la vida por estos días. La muchacha
me sigue doliendo en casi todo el cuerpo y, con conciencia suicida,
decido embarcarme en pelear por salvar el planeta en un carro
ecológico alquilado para un absurdo viaje desde Medellín hasta el
Carmen de Viboral.
A
mucho riesgo de fracasar y que su energía eléctrica se agote y
acabe varado a mitad de carreteras solitarias, sin dónde recargarlo.
Y pelear por sobrevivir la noche a orillas de un camino despoblado,
entre la bruma gélida del oriente antioqueño, y esperar a la grúa
que nunca llega para cobrar un precio descaradamente alto y por fin
remolcar el bendito carro, mientras musito el nombre de la ingrata
que me empujó a cometer semejante insensatez.
Necesito
refuerzos para no caer en el patetismo o por lo menos alivianar su
carga. Mi amiga Sara acepta acompañarme. No sin antes indagar que
por qué al Carmen de Viboral. Dos razones, le contesto. El Carmen
está más o menos a la misma distancia que el coche puede recorrer
sin necesidad de nueva carga eléctrica, según garantiza la empresa
de alquiler. La segunda es que allí vive Felipe, mi amigo escritor
que también anda de despecho por estos días, y es menester
visitarle para acompañar nuestras nuevas soledades. Sara acepta
porque dice que esto puede ser divertido -no aclara divertido a costa
de quiénes-. Felipe dice que nos esperará allá para la tarde del
sábado.
100%
El
carro ya está reservado por la página de internet donde muestran
fotografías de algunos modelos en colores negro y gris oscuro: nada
feos. Pero llegado el día de salida ocurren varias sorpresas y
traiciones.
La
primera es que en la empresa de alquiler se esfuerzan por embutirme
algún sobrecosto. Que un pago adicional para lavar el carro, o
tenerlo que entregar lavado y a satisfacción de ellos mismos. Que un
avance firmado en blanco de la tarjeta de crédito como garantía por
posibles fotomultas. Que más plata para comprar un seguro todo
riesgo, que es mejor tomarlo para estar protegido porque, nunca se
sabe, vaya usted se choque por ahí, o dañe otro carro o lesione a
alguien o, quien sabe, hasta lo mate...
No
son buenas advertencias para darle a un tipo con potencial despecho
neurótico, pagado a sueldo para manejar un carro en una misión
mercenaria que le importa cinco cumplir. Pienso esto mientras le digo
que no a todo lo que la chica del mostrador trata de ofrecerme. Medio
molesta, desiste por fin y se levanta para ir por las llaves del
carro.
Cuando
lo traen viene la segunda sorpresa. No es uno de los modelos bonitos
de las fotos de internet. Parece más una valla ambulante con
letreros mal pintados de “cero emisiones”, y “ecológico” por
todos lados; es como uno de los carros que acompañan las carreras de
ciclismo, blanco y lleno de anuncios garabateados con letras verdes.
Desengañado,
trato de atender al técnico que me da las instrucciones de manejo.
Dice que el motor es fuerte y puede subir cualquier terreno
escarpado. También me entrega una tarjeta de crédito, Somos, de
EPM, con saldo para pagar las recargas que haga, y un mapa con todas
las electrolineras -como las gasolineras, pero para estos carros-
ubicadas en la zona. Casi todas están en el sur del Valle, salvo una
que está en el oriente, cerca al aeropuerto, al parecer.
No
resisto preguntarle cuánto cuesta un coche de estos en el mercado y
él me contesta que alrededor de 120 millones. De nuevo el absurdo se
muestra. Absurdo un país en el que los carros que no contaminan
cuestan más que los carros contaminadores que empuercan el aire. No
se fabrican aquí y al entrar el Estado no les brinda deducciones de
nada; los costos de traída y los impuestos indiferenciados los
condenan para el mercado.
Un
carro que además no se podrá usar para grandes recorridos entre
ciudades porque en las carreteras de Colombia va a ser imposible de
recargar. En un país como este, donde el 75% de toda su energía
generada -eso que llaman la matriz energética- es eléctrica gracias
a los 26 embalses que construyó en sus territorios, a veces
inundando pueblos y muertos, y la mayoría ubicados en Antioquia para
aprovechar así el agua que cae por sus montañas, sin embargo casi
no hay lugares para poder enchufar un carro eléctrico cuando se
descarga.
Las
autopistas nacionales no tienen electrolineras. Las bombas usuales de
gasolina rara vez adecuan espacios para esta clase de carros y la ley
no los obliga. Los parqueaderos, los centros comerciales, los
edificios, los centros educativos, los parques, al ser construidos
casi nunca consideran en sus diseños el dejar toma corrientes para
enchufar el carro del futuro.
Y de
parte del entorno no hay tampoco ningún esfuerzo para compensar. Los
gastos del peaje, el parqueadero, todo, cuesta igual que los demás
carros nocivos para el ambiente pero más eficientes. Nadie va a
querer gastar más plata en un carro que necesita más cuidado y
brinda menos marcha que los carros a gasolina sólo porque les venga
bien el discurso de no contaminar.
Luego
viene la tercera sorpresa, que es más una auténtica perfidia.
Recibo una llamada. Felipe ha traicionado nuestra condición de
desamorados. Ha vuelto con su chica. Se reconcilió con ella y han
pasado el último par de días juntos. Me llama para avisarme que no
está en el Carmen esperándonos, sino que está aquí mismo en
Medellín y que lo recoja para que viajemos todos juntos. Su dicha
recobrada ahonda mi desdicha advenediza.
El
vehículo marcha bien, su barra de energía está a tope, como la de
Sara y Felipe que ríen adentro. El único que necesita una recarga
aquí soy yo.
15%
“Su
carro está siendo cargado. La carga iniciará a una tasa rápida,
gradualmente disminuirá la velocidad de carga y parará
automáticamente. Piense en la carga como llenar las sillas en un
teatro. Las primeras personas se sientan rápido. Entre más se llena
el teatro toma más tiempo sentarse. La última persona que entra
toma el mayor tiempo en encontrar una silla vacía. De forma similar
se cargan las baterías. ”
Este
mensaje sale en la pantalla del generador y después, por fin, se
observa la viñeta de la barra de energía que empieza a subir como
la de un teléfono cuando se conecta a la corriente. Entonces todo
esto se asimila a un teatro. Era de esperarse: Teatro del absurdo:
Perdimos una hora esperando porque pensamos que el carro estaba
abasteciéndose. Cuando llegamos conectamos el cable al enchufe que
trae el vehículo en la parte delantera y nos fuimos a caminar para
darle tiempo.
Pero
me equivoqué. Algo hice mal entre conectar y apretar botones en la
pantalla electrónica. Una hora después volvimos y vimos en la
pantalla el letrero de “error” y el carro en el mismo 15% con que
había llegado hacia un rato, entre apuros y amenazas de dejarnos
tirados en cualquier momento.
Iniciando
la marcha, cuando se empezó a subir por la autopista reportaba casi
90% de carga. Pero a medida que el ascenso se incrementó y el
terreno se inclinó empezó a bajar a chorros. Para cuando pasamos
Guarne ya apenas estaba en 20%. La subida lo descarga mucho más
rápido. Le cuesta la cuesta y en apenas unos 30 kilómetros consumió
el 70% de toda su corriente.
Mintieron
en la empresa de alquiler. La autonomía de 150 kilómetros es
relativa porque depende de la clase de terreno. Si se trata de llano,
quizás pueda ser cierto; pero subiendo lomas antioqueñas la energía
consumida es mucho mayor y acaba con baja carga en un dos por tres.
Mientras desciende, algo logra generar y la barra sube unas décimas,
pero cuando llega la subida el esfuerzo lo hace gastar mucho más. Es
un vehículo de desconfianza, inestable en su energía, como yo.
A
Ríonegro llegamos al borde del colapso. Preguntamos varias veces
pero nadie nos da razón de dónde puede estar la estación de
servicio para recargar estos carros. Nos miran raro, consternados y
sin saber qué decir. Hasta entramos al aeropuerto y le preguntamos
al guarda de tránsito que se la pasa en las bahías de afuera
vigilando a quién multar. Increíblemente el guarda tampoco sabe, no
tiene idea de qué le estoy hablando. Solo atina a decir: “Eso es
lo malo de estos carros.”
Me
empieza a cansar de la cara de extrañeza y conmiseración que todos
ponen cuando les pregunto algo que no debería sonar tan raro. “Si
te miran así no es por el carro sino por tu sombrero.” Dice Sara,
a quien el pánico la pone a hacer chistes crueles sobre la pinta de
la gente.
El
volante que nos dieron con la información es una cartografía
delirante peor que la del Dorado en tiempos de la Conquista. Sólo se
limita a señalar que hay un punto de carga en el aeropuerto de
Rionegro. Ahora estamos parados justo allí, en su entrada, sin que
nadie dé razón.
La
barra desciende ahora a 15%. Si no descubrimos si es cierta la
leyenda de una supuesta fuente de energía para recargar los
mitológicos carros eléctricos en los que nadie aquí parece creer,
se va a hacer realidad mi visión fatalista. Voy a tener que musitar
el nombre de la ingrata mientras me congelo de frío esperando a la
grúa a la vera de la autopista. Tenemos la máquina del futuro casi
varada en medio de un lugar primitivo; como el DeLorean del profesor
Brown que no puede viajar en el tiempo por no encontrar combustible
en el salvaje oeste.
Me
detengo un momento para pensar y activo el freno de emergencia. Para
estos carros es sólo un botón más que se hunde, ubicado a la
derecha. Tampoco hay velocidades. Atrás quedaron las palancas y los
embragues; esto es más una gran cabina de mando donde todo se hace
presionando algo. “No me gusta, me quedan las manos muy libres. No
sabría qué hacer con ellas, es como si pudiera hacerme una paja
mientras manejo.” Dice Felipe y Sara lo secunda a carcajadas.
“El
hombre acorralado se vuelve elocuente”, sentencia George Steiner. Y
cómo queriendo vivir esta frase mis colegas de viaje deciden encarar
los nervios a punta de chistes grotescos y risas estridentes que
aumentan la presión, mientras hablan de lo que se nos viene si el
coche en cualquier momento se detiene y nos quedamos atrapados con la
noche ya cayendo. Y narran posibles escenarios y figuran todos los
problemas que llegarán y cada vez les parece importar menos y todo
lo cuentan con una delirante gracia y luego la vuelven a coger con mi
sombrero, sin parar de reír.
Su
desparpajo me pone más nervioso. Dispara además mi dislexia.
Empiezo a mal articular palabras y a confundir nombres. Siempre me
pasa. Ellos parecen seguir disfrutándolo. Pienso: “La demencia se
ha atribulado de mi ponderación”. Quiero decir: “La demencia se
ha apoderado de mi tripulación.”
Pero
como capitán de la nave, el pánico y mis tribulaciones me mantienen
atado al mástil con algo de razón. Debo insistir. Empiezo a pasar,
una a una, por todas las bombas de gasolina cercanas al aeropuerto a
preguntarle a sus trabajadores si saben algo. La mayoría sigue
respondiendo con miradas consternadas. Por fin una mujer nos dice que
una vez vio en la estación que queda un kilómetro más adelante una
zona pitada de verde que nadie usa. A lo mejor sea allá. Marchamos.
Efectivamente,
atrás de la estación de servicio, en un rincón abandonado, hay un
cuarto estrecho pintado de verde y blanco, donde se introduce el
vehículo y al frente está el generador para enchufarlo. El tipo que
atiende la gasolinera nos ve llegar y a regañadientes camina hasta
allí. Nos da unas instrucciones vagas con falsa seguridad sobre cómo
funciona.
Por
obedecerlo nos equivocamos. Por eso ahora hemos perdido una hora y la
recarga no ha empezado. Cuando regresamos y vemos el aviso de
“Error”, me voy a buscarlo de nuevo para reclamar; le hago varias
preguntas de qué paso pero él no para de no saber nada. Finalmente
lo llaman de otro lado y ve la excusa perfecta para escabullirse:
miente y dice que vuelve en un momento.
Al
fin al cabo es un empleado más de las petroleras. Seguro recibe un
extra en su sueldo por sabotear a los osados que se atrevan a llegar
hasta aquí sin usar gasolina. Estos dos mundos no van a poder
convivir nunca; el mundo imperante no va permitir que el naciente lo
desplace.
A la
manifestación natural que llamamos energía eléctrica nunca se le
quiso popularizar y hacer gratuita como quería Tesla desde los
tiempos de su bobina gigante. Como fuente para mover nuestra vida
moderna ganó el petróleo por sobre todas las demás. Ganó aunque
el petróleo contamine más, genere más destrucción al extraerlo,
se agote más rápido y sea más costoso. Pero esas cosas no importan
porque tuvimos que elegirlo por sobre las otras opciones porque…
¿Por qué?
Mi
tripulación ahora se ve mejor; mengua ya el delirio por la crisis
energética sufrida. Volvemos a repasar uno a uno los pasos para
conectar el carro al enchufe de energía. Parece que dimos con el
error, primero hay que apagar el motor y después conectarlo; y no al
revés. Ahora sí funciona y sale por fin el letrerito ese que
compara todo esto con el teatro del absurdo.
80%
Dice
Martín Caparrós que uno de los mayores fracasos civilizatorios de
nuestros tiempos es haber terminado dependiendo de una tonelada de
metal y plástico para movernos. El falso progreso fue movernos en
estas cosas propulsionadas por hidrocarburos mientras matamos gentes
y planetas. Nunca nos hicimos las preguntas obvias porque crecimos
con la enaltecida cultura del carro a gasolina como los peces que no
notan lo mojado que es su mundo.
Nos
hicieron creer que la civilización llegaba con los vehículos que
vierten plomo y gases a la atmósfera; nunca imaginamos que era todo
lo contrario, que con ellos podía llegar su fin. De chico mis héroes
preferidos de la televisión eran los Transformers, hasta que otro
niño mucho más perspicaz y escéptico me preguntó una vez cómo
era que una raza alienígena de inteligencia superior llegaba hasta
La Tierra, un planeta atrasado, a convertirse en un medio de
transporte rudimentario que ni siquiera es ecológico. Nunca más lo
volví a invitar a casa a ver tele.
No
va a ser fácil desprendernos del fetiche al carro que nos metieron
como triunfo de la vida desde el fondo de las edades. Crecí
queriendo verme como Toreto sentado al volante y ahora resulta que
debo ser rápido y furioso, pero amigable con el planeta.
Mientras
conduzco el tramo final con la noche ya empotrada, reflexiono sobre
esto en mi momento de meditación intrascendental, aprovechando que
mi tripulación por fin se ha quedado en silencio, mientras atisbo el
frente entre la oscuridad y sigo la línea amarilla de la carretera
como analogía de que nos dirigimos hacia el futuro.
Me
dan ganas de pensar un monólogo bonito y profundo como el de Sarah
Connor en Terminator 2. -¿Será que la máquina del exterminador
funcionaba a energía eléctrica?- Sólo se me ocurre un nuevo dilema
que tendremos que resolver si queremos que estos carros se vuelvan el
futuro. El reguetón nos enseñó el término “Gasolinera”. En
nuestros países se le dice así a las mujeres propensas a buscar
intimidad con aquellos hombres que tienen buenos vehículos. Si la
energía limpia se consolida vamos a necesitar un nuevo término,
¿no? ¿Cuál podría ser? A Felipe no le interesan estos dilemas
futuristas. Contesta con su silencio. Cierra los ojos y se acomoda
para dormir. A Sara no se le ocurre ninguna nueva palabra que puede
remplazar. Nunca ha sido buena gasolinera, dice.
Cuántos
cambios deben venir para poder salvar al mundo. Y a todas estas…
pensándolo mejor… ¿Para qué salvarlo? Si además “Ya no es
mágico el mundo, me han dejado” y “no basta ser valiente para
aprender el arte del olvido” y “sólo me queda el goce de estar
triste” y… ¿Por qué emerge Borges en mi meditación
intrascendental sobre el futuro ambiental del planeta?
Emerge
por ella. Pero como sea, sirve también Borges y su noción de
infinito y la idea que nos legó de que ningún destino es
independiente jamás. Sirve como un regaño para recordar que no hace
falta salvar al planeta porque el planeta se salva solo. La Tierra
seguirá cuando se sacuda de nosotros y los carros envenenadores. Lo
que está en riesgo es la vida como la conocemos, no el planeta. El
planeta continuará, manejado por la especie que le toque dominar
luego… un Planeta nuevo regido quizás por insectos -para mí los
mejores candidatos a sucedernos- en un mundo nuevo donde ya no exista
el desamor ni la contaminación. “La meta es el olvido y yo he
llegado antes”. Ojalá el nuevo planeta de insectos no
contaminantes conserve por lo menos a Borges.
50%
¿Cuál
es la vida útil de la batería de estos carros? Le preguntó al
técnico de la empresa de alquiler el día que voy a devolverlo. Me
contesta que unos 6 años, por lo menos. Le pregunto luego que qué
van a hacer con esas baterías que se empiecen a desechar. Me dice
que no sabe, supone que terminarán en la basura.
Los
pesimistas que hemos leído demasiado las historias de Phillip K.
Dick pensamos que el auge de los carros eléctricos, si alguna vez
llega, terminará limpiando el aire pero ensuciando el suelo. Quizás
pasemos de un lío a otro por cuenta de que la ciencia siempre
termina funcionando un poco mal. Los drenajes ácidos de las baterías
que se empiecen a desechar masivamente y de mala manera, más en
países con pésima cultura de manejo de residuos como este,
provocará una nueva catástrofe ahora para los nutrientes del suelo
y los reservorios de agua.
Pensar
esto para este país también genera calosfrío. Aquí donde ni
siquiera sabemos desechar las baterías de los celulares viejos. No
me puedo imaginar qué se hará con las baterías de estos carros.
Hace poco, un amigo geólogo que trabaja en los Estados Unidos me
contó que se sentía más como el tipo de la basura. Según dice, su
trabajo allá está reducido a indicar en qué parte se pueden
enterrar los residuos que nadie quiere tener. Entre ellos las
baterías. Y cada vez tiene que verse en más aprietos para encontrar
lugares despoblados y suelos que puedan asimilar estos desechos.
El
futuro, si llega, traerá nuevos problemas también. Aunque por
ahora, esta formas de vida del planeta, y de paso yo, nos
conformaríamos con poder sobrevivir el presente. Mientras tanto el
camino sólo anuncia que: “Irás a la sombra que te aguarda/ fatal
en el confín de tu jornada;/ piensa que de algún modo ya estás
muerto.”
Como
sea, la esperanza también es energía. Y después de devolver el
carro, todavía embebido de buena conciencia, no quise tomar un taxi
contaminante sino que caminé hasta la casa para completar una marcha
entera de cero contaminación. Aunque la verdad es que en el camino
no me aguanté y encendí un cigarrillo.